sábado, 16 de marzo de 2013


INTERMEDIARIOS POLÍTICOS Y AGRARISMO EN LA MESETA TARASCA (1920-1940)
Luis Castillo Farjat



Al terminar la fase armada de la Revolución mexicana, la estructura económica permaneció casi inalterable, sin embargo, el Estado se vio en la necesidad de reformarse dramáticamente  Aunque como “triunfo” del movimiento armado se incluyeron ciertas demandas sociales en la Constitución de 1917, los modelos productivos siguieron sin variaciones considerables. Donde se notan mayores cambios es en la composición de la elite política, a causa de la movilidad social producida en el reacomodo del poder y por ende, en el Estado que éstos administraban.
Las políticas del periodo posrevolucionario se enfocaron a la construcción de un Estado de acuerdo con las necesidades coyunturales, tanto hacia la consolidación del capitalismo en México, como a las exigencias sociales que surgieron con la contienda armada. Este nuevo Estado tenía que balancear estos dos factores para que su construcción fuera viable. Así, desde 1920 los gobernantes crearon una serie de instituciones que permitieron sobrellevar estas necesidades, tratando de absorber al pueblo dentro del Estado. Pero a la par del surgimiento de esas instituciones, aparecen los encargados de entablar el dialogo con esos organismos: los intermediarios políticos.
Los estudios sobre el periodo posrevolucionario mexicano se han centrado en la nueva clase política o en el papel de las clases populares en la política estatal, sin darle un peso especifico a los intermediarios políticos en la construcción del nuevo Estado. La literatura ha explotado la figura del caudillo o de los caciques como personajes pintorescamente violentos, dedicados a obtener el usufructo de su poder carismático; sin embargo, se mencionan sus zonas de influencia como simples espacios fuera de la ley sin tomar en cuenta su papel dentro de las nuevas instituciones.


CARÁCTER AGRARIO DE LA REVOLUCIÓN
Por principio de cuentas se tiene que hacer una acotación sobre la Revolución mexicana. Una revolución implica un cambio estructural, radical y rápido, lo que no sucedió durante este proceso en términos económicos. Si bien se conformaron algunas figuras dentro de la Constitución de 1917 que contemplaban la propiedad comunal y aparatos de producción de forma cooperativa, el movimiento armado respondía al proceso de consolidación del capitalismo en México expresado en el problema agrario.
Revolución y reparto agrario
Para 1910 el 90% de las familias rurales carecía de tierras y se habían convertido en la fuerza de trabajo para cerca de 20 mil terratenientes de extracción mestiza o extranjera. 14 millones de de campesinos se encontraban en un sistema muy duro de peonaje, muy cercano a la servidumbre.[1] Esta concentración de la propiedad no era saludable ni para el desarrollo de la industria mexicana que exigía una mayor producción, ni para los campesinos que ya no soportaban esta brutal explotación.
El gobierno revolucionario había llegado al poder gracias a las masas campesinas, y por ellas se sostenía. El programa de reformas sociales fue el motor fundamental de la movilización, claro, sin renunciar a los principios de una sociedad individualista y liberal. Ante la demanda de materias primas del mercado estadounidense y de la incipiente industria nacional, el sistema de la gran propiedad resultaba obsoleto. El reparto agrario se constituyó como el leitmotiv del movimiento armado, aunque conjuntándose tanto las demandas campesinas, como las exigencias del mercado internacional. Sin embargo, la reforma agraria hasta la década de 1930 “se había convertido en un simple instrumento de manipulación de las masas campesinas, mediante limitados repartos agrarios […] que de ningún modo habían contribuido a transformar las relaciones de propiedad en contra de las cuales se había llevado a cabo el movimiento revolucionario”.[2]
Si bien en 1929, a raíz del colapso económico, se da un repunte en el reparto agrario, a la llegada de Ortiz Rubio un año después, el ritmo de los repartos frenó bruscamente, mientras las luchas obreras y campesinas se volvieron cada vez más radicales por los efectos de la crisis. Lázaro Cárdenas en 1928 asumió la gubernatura del Estado de Michoacán, tratando de recuperar y poner en práctica los ideales de la Revolución. Para esto alentó un renglón que había sido descuidado por sus antecesores: la política de masas. Pretendía mediante la organización popular, hacer participes del desarrollo estatal a las masas trabajadoras. Ya en la presidencia continúo con este plan a escala nacional, llevando a cabo una gran cantidad de reformas concernientes a la relación Estado-pueblo.
El Ejido
Las constantes modificaciones en los regímenes de propiedad de la tierra en México han respondido, tanto al papel de la economía del país para el mercado internacional, como a la lógica del poder político y económico dentro de las fronteras nacionales. Estos cambios han ido encaminados a romper con la tradición de la colectividad por ir en contra de los dictados de producción capitalista y las reglas del libre mercado. De esta forma, la tierra se convierte, no en un bien social, sino en una mercancía más.
Las reformas liberales juaristas apuntaban hacia la implantación completa de un sistema capitalista en el país, pues los cambios que proponían iban encaminados a la desaparición de formas de tenencia de la tierra que no fuera la propiedad privada, así como de extraer el mayor provecho económico de esas posesiones. Sin embargo, la tierra se siguió acumulando en unas cuantas manos y el sistema latifundista perduró durante todo el Porfiriato.
Mediante la resurrección del ejido comunal al terminar la fase armada de la Revolución, se pretendía desmantelar al latifundio y al peonaje sometido por deudas, emancipando a los campesinos social y económicamente. Además se buscaba pacificar el campo en las zonas más radicalizadas que habían luchado durante la rebelión. A pesar de esto, la formación de un sistema de ejidos se aplazó por los presidentes del país hasta 1934, cuando se hizo necesario el reparto agrario masivo. Pareciera que el reparto ejidal fue más fortuito que planeado. El país pretendía insertarse de lleno en la economía capitalista requiriendo formas de producción agrarias más eficientes y que incorporaran a los campesinos que habían tomado las armas. Por otra parte estaba la tradición comunal indígena de propiedad y de producción como el tequio. Los constituyentes de 1917 no querían atentar contra la propiedad privada, y tal vez para no expropiar grandes cantidades de tierras, se pensó en el ejido para maximizar a los beneficiarios del reparto con terrenos limitados.
La figura del ejido era vista “como una mera etapa de transición que debía concluir en la conversión de los ejidatarios en pequeños propietarios”.[3] Sin embargo, Cárdenas los contemplaba como una institución permanente, base de la organización campesina. De cualquier modo, se buscaba en este tipo de propiedad una fuente abastecedora del consumo nacional que solventara la consolidación de la industria en el país, explotando la tierra mejor de lo que se hacía con latifundios.

LA MESETA TARASCA
La parte central del Estado de Michoacán es habitada por el pueblo tarasco, extendiéndose por toda la zona en los llamados “Once pueblos”. Durante la época precolombina, fueron el único pueblo que no pagaba tributos a los aztecas, destruyendo siempre a las fuerzas expedicionarias que pretendían someterlos. Con la llegada de los españoles, por fin se logra dominar a los tarascos, aniquilando a buena parte de la población. Al convertirse la capital indígena de Zacapu en un asentamiento de españoles y mestizos, los tarascos fueron obligados a desperdigarse en las aldeas circunvecinas. Durante la época colonial, bajo un plan de control geopolítico de los pueblos indígenas, se reubicaron los pueblos de una forma planificada desde la Iglesia para centralizar sus parroquias[4]. En 1734 Naranshani se desplazó hacia las tierras bajas que confinaban con el pantano de Zacapu e hispanizó su nombre como Naranja.
A raíz del descubrimiento de una tierra negra de gran fertilidad bajo los juncos del pantano de Zacapu, se lleva a cabo de 1883 a 1900 la desecación de esta ciénaga. A la familia española Noriega, se le otorgó la concesión para desecar el pantano y aprovechar las cualidades de una zona tan prometedora en términos de producción, siguiendo la dinámica porfirista de explotación. En honor a su región de origen, los españoles bautizaron como Cantabria a la hacienda recién construida que se convirtió en la principal fuerza económica de la región. Esta finca reunía a gran parte de trabajadores, que en un principio eran indígenas de la región, sin embargo, paulatinamente fueron sustituidos por mestizos más leales al patrón.
Sin contar los cultivos tradicionales, las principales actividades económicas de estos pueblos, particularmente de Naranja, eran tanto la pesca como la manufactura de petates y cestas. Los efectos de la desecación del pantano de Zacapu se hicieron sentir en la organización de los pueblos tarascos al poco tiempo de la edificación de Cantabria. La cantidad de peces disminuyó notablemente y los juncos que se utilizaban para el tejido se secaron, volviéndose inutilizables.
Debido a la conjunción de lo anterior con las políticas inflacionarias de 1900, la población de Naranja y las aldeas cercanas se convirtió a una especie de proletariado rural semi-migratorio; el desplazamiento laboral abarcó a un tercio de los hombres de la región que partieron, tanto a zonas más prosperas del interior de la republica como a los Estados Unidos, donde permanecían de dos a tres años. De este modo los tarascos,
[…] habían sido sacados de la economía de subsistencia de su pueblo y se les había separado de una visión del mundo elaborada en base a connotaciones sagradas y centenarias tradiciones indígenas. Se les incorporó a un extenso mercado de trabajo impersonal, no de industrialización creciente, sino de eficientes haciendas maiceras a gran escala y plantaciones azucareras que producían para los mercados nacionales e internacionales. Después de 1900 la mayoría de los naranjeños vivían de la venta de su mano de obra agrícola a los hacendados.[5]
Joaquín de la Cruz y la Revolución
Con la crisis económica y política acentuándose en la región tarasca, llegan las noticias del levantamiento maderista. Para estos tiempos la división clasista dependía de los orígenes “raciales”. Los españoles eran los dueños de los medios de producción, haciendas y comercios; los mestizos eran un sector ambivalente que colaboraban estrechamente con los patronos y despreciaban a los indígenas; estos últimos eran campesinos marginados y peones migrantes. En el pueblo de Naranja, mayormente indígena, acudían grupos de capataces mestizos a emborracharse y a perseguir a las mujeres. Tanto los sentimientos de vejación cultural, opresión económica y violencia social se mezclaron causando el linchamiento de un grupo de mestizos alcoholizados en 1912. Los habitantes de Naranja identificaron plenamente a su enemigo de clase por el rol que jugaba y por su cultura forastera.
Entrada la revolución muchos naranjeños inconformes se fueron incorporando a las filas de villistas, zapatistas, carrancistas y obregonistas. El descontento en el pueblo se volvía cada vez más patente y no fue hasta el movimiento de Joaquín de la Cruz que se pudieron articular las demandas de los campesinos naranjeños. La conformación de un bloque organizado y con ideología más clara sentó las bases para la revuelta de Primo Tapia.
De la Cruz dejó el pueblo para matricularse en el seminario de Erongarícuaro y posteriormente asistir a la Universidad de San Nicolás en Morelia. Al volver a Naranja comenzó a luchar por la devolución del pantano de Zacapu a la comunidad. Al formarse una incipiente organización de campesinos agraristas, éste les asesora jurídicamente y comienza así la lucha legal por la tierra. En los poblados cercanos como Tarejero, Tiríndaro o Villa de Reyes surgen movimientos agrarios que se coordinaran, con Naranja y de la Cruz. La moderación y sus actitudes legalistas de estos grupos agraristas fueron suficientes para encontrar las represalias de los hacendados, quienes en 1919 sobornaron a la escolta de Joaquín de la Cruz para matarlo. El movimiento no se deshizo pues la organización iba creciendo tanto en miembros como en ideas.
Agrarismo armado en Naranja
El sobrino de Joaquín de la Cruz, Primo Tapia fue el encargado de continuar con la labor de organización agraria, aunque con tintes más radicales. Tapia fue uno de tantos campesinos que se vio obligado a partir a los Estados Unidos para trabajar como jornalero. Ya en California se dio a la tarea de organizarse con los demás migrantes mexicanos de la región. Aquí conoció a los hermanos Flores Magón y trabajó estrechamente con la International Workers of the World (IWW) llevándolo a asumir un pensamiento anarquista-agrario. En 1920 regresa a Naranja para luchar por las tierras que habían despojado a su pueblo.
La fase armada de la Revolución había terminado, ahora el problema para el gobierno constitucionalista era la desmovilización de las milicias populares. El tener campesinos radicalizados y una serie de tropas al mando de caudillos oportunistas representaba un peligro para el gobierno recién institucionalizado, por lo que los periodos de Obregón y Calles se encargan de crear y profesionalizar un ejército nacional y cooptar la parte más radical de la Revolución. Sin embargo, aun quedaban restos de descontento en los sectores que esperaban más de la revuelta. Como ejemplo de esto, saltan a la vista gobernadores como Francisco Mujica en Michoacán, Adalberto Tejeda en Veracruz o Felipe Carrillo Puerto en Yucatán, que pretendían cumplir con los principios revolucionarios desde sus gobiernos locales.
Después de unas difíciles elecciones, milicias agraristas radicales toman la ciudad de Morelia exigiendo se nombre a Mujica gobernador. Una vez instalado en el poder, Mujica arma “defensas civiles” para que los campesinos pudieran defenderse de los hacendados y sus guardias blancas. Como el gobernador apoyaba a los agraristas aun en contra de los designios del presidente Obregón, este último obliga a Mujica a renunciar y ceder su puesto a Ortiz Rubio. Al iniciar la gubernatura de Pascual Ortiz, se dan marcha atrás a la reforma agraria y se persigue a los movimientos agraristas del estado. Las tropas militares aliadas con los hacendados combaten contra los agraristas de Primo Tapia en una guerra abierta con una gran cantidad de asesinatos de ambos lados.
Durante la rebelión delahuertista, Primo Tapia apoya a Calles y a De la Huerta al mismo tiempo, situación que indignaría al vencedor cobrándole esta “traición” con la muerte. Para 1924 la violencia se recrudece en la zona y los mestizos se unen a la rebelión indígena; ese mismo año se dan las órdenes oficiales para ocupar y cultivar en Naranja, Tiríndaro y Tarejero, que se venía aplazando desde 1922. A pesar de haber obtenido la tierra legalmente, los hacendados ordenan el asesinato de Tapia, continuando con la violencia para con los agraristas.
El vacío de poder entre los agraristas generado con la muerte de Tapia, desemboca en una lucha entre facciones de los Gochi y los Cruz, hasta la elección de Cárdenas como presidente. Los ganadores, los Cruz, se ocuparon de conducir los puestos tanto civiles como ejidales de la aldea y serán el vinculo con los gobernadores subsecuentes y con las organizaciones agrarias nacionales. No hace falta mencionar su afiliación al PRN y posteriormente al PRI, que era el partido-maquinaria que aglutinaba a toda fuerza política.
En muchos pueblos las defensas civiles agraristas se transforman gradualmente en una institución importante que suplanta las organizaciones tradicionales político-religiosas. Los líderes de las milicias solían obtener prestigio gestionando la política del ayuntamiento, la comunidad y la administración ejidal.[6]

EL INTERMEDIARIO POLÍTICO
La formación del Estado mexicano fue un proceso violento y tortuoso para lo cual actúan los gobernantes y el pueblo. Sin embargo, al no tener la población trato directo con sus gobernantes debido a la reificación de los líderes, tiene que haber una instancia mediadora. Desde la década de 1920, el gobierno se dedicó a formar instituciones mediante las cuales atender las políticas públicas de acuerdo con las demandas sociales. Los encargados de entablar el dialogo con esas instituciones estatales serán los intermediarios políticos, una especie de puente entre el poder y la sumisión. Los intermediarios representan un arma de doble filo para el gobierno, puesto que
 […] le permiten al Estado extender su autoridad [y] al mismo tiempo bloquean su universalización sobre la base de la ciudadanía, pues cada intermediario representa generalmente a una facción que se apropia con fines particularistas –los de su clientela− de instituciones públicas,[7]
organismos burocráticos encargados de llevar a cabo las políticas gubernamentales.
Si bien al institucionalizar −y centralizar− el poder, disminuyen los caciques y los hombres fuertes de la revolución, los intermediarios aumentan, puesto que en el proceso de edificación del nuevo Estado tienden a reaparecer los rasgos clientelares plasmados en las largas cadenas de intermediación burocrática. Esa complicada trama de instituciones se construyó sobre una “compleja red de relaciones formales e informales con una pléyade de intermediarios políticos regionales”.[8] Esta intermediación suscita la aparición de núcleos y facciones de poder local y regional que operan un contexto de redes sociales que articulan distintos niveles políticos.
El pacto corporativo
El sistema político mexicano, hasta entrados los años setenta del siglo XX se basó en un juego clientelar-corporativo que pretendía mediante prebendas y violencia establecer un pacto social entre el Estado y la ciudadanía. De esta forma, las organizaciones populares negociaban con el gobierno las demandas sociales inmediatas, actuando como contención a las exigencias de más largo alcance y a las posturas más radicales dentro de la organización.
El régimen político mexicano difiere de la democracia y del autoritarismo, convirtiéndose en un hibrido político, basado en el desarrollo nacional con integración de las fuerzas populares y adoptando formas autoritarias.[9] Este régimen político con tintes nacional-populares, funcionó como una alianza entre el Estado en búsqueda de desarrollo y los sectores populares organizados con sus exigencias propias. De esta forma se impulsó desde el gobierno la formación de organizaciones populares, mediante las cuales entablar el diálogo entre gobierno y gobernados. Sin embargo, cabe aclarar que, al contribuir el Estado a la formación de esas organizaciones, le daban un cause desmovilizatorio al cooptar lideres, o de plano desapareciendolos.
Durante la gestión de Cárdenas como presidente se observa una explosión de organizaciones populares de magnitud significativa. Desde 1920 se había intentado hacer partícipe al pueblo en la formación del Estado, sin embargo esa pretensión muchas veces se quedaba en retorica o simples actos tímidos. Las asociaciones formadas hasta 1935 se encargaban de controlar al “populacho” en una relación claramente paternalista. Lázaro Cárdenas creía en que el pueblo debía de conseguir sus demandas mediante la organización. Todo ese sexenio se caracterizó por un pacto corporativo incluyente para aumentar la productividad que requería el despunte industrial.
Al llegar Ávila Camacho a la presidencia este modelo da marcha atrás a las reformas cardenistas, privilegiando la acumulación de capital, aplazando la distribución de sus beneficios. El régimen político se volcó hacia una corporativismo autoritario. Ahora el control de los sectores campesinos y obreros fue más evidente y violento, mediante esas organizaciones adheridas a la política estatal (ejidos, organizaciones populares y sindicatos charros).
Los príncipes de Naranja
Los intermediarios políticos que emergen en Michoacán entre 1920 y 1940 centran su poder regional mediante el uso de la violencia y la forma de relacionarse con las organizaciones agrarias. Las regiones michoacanas se entrelazan al proceso de centralización del Estado posrevolucionario mediante el clientelismo impulsado, tanto desde arriba en la competencia por el poder entre las elites políticas, como desde abajo en el seno de una sociedad civil que irrumpe en la esfera pública en forma de duelos faccionales y que encuentra en los intermediarios políticos a los agentes mediante los cuales resolver parte de sus problemas en relación con el Estado. Esto es generado por las dificultades que acarrea el proceso de centralización del Estado y por la incapacidad de la burocracia para cumplir por sí misma con muchas de sus funciones.
Una vez conseguidas las tierras por los agraristas y bifurcarse la administración en civil y ejidal, los líderes del movimiento fueron los encargados de asumir el control de la aldea. Claro que esto no fue un proceso pacífico por las implicaciones que tenía el asumirse como líder. Ahora la lucha se da a lo interno de la comunidad por ver quién será premiado por su actuación en la lucha con la dirigencia política de la comunidad. Si bien el prestigio político y el ascenso social eran fundamentales en la contienda por el poder “la lucha por el control del ejido y el papel central del cargo ejidal en la vida política de la aldea se explicaban básicamente por motivos económicos”[10] derivados, tanto del buen sueldo de los servidores públicos, como de las prácticas de corrupción o de las prebendas que recibían los funcionarios.
El ejercicio de la política en Naranja “se piensa en términos de parentesco […] para un líder es indispensable el apoyo de un grupo de parientes” y así, “las facciones surgen tan pronto como el grupo llega a cantar con una docena de miembros y abarca más de una familia”.[11] La familia dominante desde 1934 hasta entrados los años setenta fueron los Cruz, herederos de Primo Tapia. La clase dominante familiar se constituyó como el poder local con vínculos en las organizaciones agrarias de todo el país, formando una elite rotativa en los puestos públicos de la comunidad.
Se formó así una suerte de “oligarquía informal”[12] que servía como puente entre el Estado y los campesinos en la defensa de los ejidos del pueblo. Paul Friedrich llama a esta clase de intermediarios los “príncipes” por el parecido de sus prácticas políticas con los postulados del célebre libro de Maquiavelo. El pueblo profesaba a estos líderes un sentimiento de amor-odio, pues los príncipes eran temidos por su violencia, sin embargo, los ejidatarios se sentían agradecidos a estos porque gracias a su lucha, recibieron por fin sus parcelas.
Consideraciones finales
La Revolución mexicana, aunque no representó un cambio profundo en cuanto a la estructura económica, modificó las relaciones de poder, la elite política y sobre todo la configuración del Estado. La relación entre el pueblo y el gobierno se vio mediada por las nuevas instituciones creadas para vincular las demandas sociales emergidas de la Revolución y los planes de inserción del país en la economía internacional capitalista. De tal modo, el reparto agrario significó una respuesta obligada ante las exigencias del sector campesino y de los requerimientos de materias primas que requerían de una modificación del sistema de propiedad de la tierra y que también fue utilizada como estrategia desmovilizatoria de los sectores más radicalizados de la lucha agraria. El papel de los intermediarios políticos fue fundamental en el proceso de construcción del nuevo Estado mexicano al vincular a los sectores populares con el gobierno “revolucionario”. Esta situación engendraría relaciones clientelares que culminaron en el corporativismo estatal priista. El intermediario político fungió como un sujeto ambivalente, tanto como parte de la maquinaria institucional del Estado, como voceros del pueblo; de aquí derivó en la inclusión a la burocracia estatal, aunque con ciertos matices de autonomía debido a los vínculos con las organizaciones populares y el Estado. Todo esto emanó del pacto social plasmado en la constitución de 1917, pero más aun por la improvisación de los sectores populares organizados y las políticas públicas.

Bibliografía
Bizberg, Ilán, “Auge y decadencia del corporativismo” en Bizberg, Ilán y Meyer, Lorenzo                   (coords.), Una historia contemporánea de México, México, Oceano, 2003, T. 2
Brading, David (comp.), Caudillos y campesinos en la Revolución mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.
Córdova, Arnaldo, La política de masas del cardenismo, México, Era, 1987.
Friedrich, Paul, Los príncipes de Naranja. Un ensayo de método antropohistorico, México, Grijalvo, 1991.
------------------, Revuelta agraria en una aldea mexicana, México, Fondo de Cultura Económica /CEHAM, 1984.
Guerra Manzo, Enrique, Caciquismo y orden público en Michoacán. (1920-1940), México, Colegio de Meéxico, 2002.
Medina, Luis, Hacia el nuevo Estado. México, 1920-1994, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.


[1] Paul Friedrich, Revuelta agraria en una aldea mexicana, México, FCE/CEHAM, 1984 p. 21
[2] Arnaldo Córdova, La política de masas del cardenismo, México, Era, 1987 p. 14
[3] Ibíd. p. 29
[4] Paul Friedrich, Revuelta agraria… p. 23
[5] Ibid. p. 68
[6] Enrique Guerra Manzo, Caciquismo y orden público en Michoacán. (1920-1940), México, Colegio de México, 2002 p.46
[7] Ibíd. p.20
[8] Ibíd. p. 22
[9] Ilán Bizberg, “Auge y decadencia del corporativismo” en Ilán Bizberg y Lorenzo Meyer (coords.), Una historia contemporánea de México, México, Oceano, 2003, T. 2
[10] Friedrich, Paul, Los príncipes de Naranja. Un ensayo de método antropohistórico, México, Grijalvo, 1991 p. 192
[11] Ibíd. p. 113 y 103
[12] Ibíd. p. 180