sábado, 16 de marzo de 2013


INTERMEDIARIOS POLÍTICOS Y AGRARISMO EN LA MESETA TARASCA (1920-1940)
Luis Castillo Farjat



Al terminar la fase armada de la Revolución mexicana, la estructura económica permaneció casi inalterable, sin embargo, el Estado se vio en la necesidad de reformarse dramáticamente  Aunque como “triunfo” del movimiento armado se incluyeron ciertas demandas sociales en la Constitución de 1917, los modelos productivos siguieron sin variaciones considerables. Donde se notan mayores cambios es en la composición de la elite política, a causa de la movilidad social producida en el reacomodo del poder y por ende, en el Estado que éstos administraban.
Las políticas del periodo posrevolucionario se enfocaron a la construcción de un Estado de acuerdo con las necesidades coyunturales, tanto hacia la consolidación del capitalismo en México, como a las exigencias sociales que surgieron con la contienda armada. Este nuevo Estado tenía que balancear estos dos factores para que su construcción fuera viable. Así, desde 1920 los gobernantes crearon una serie de instituciones que permitieron sobrellevar estas necesidades, tratando de absorber al pueblo dentro del Estado. Pero a la par del surgimiento de esas instituciones, aparecen los encargados de entablar el dialogo con esos organismos: los intermediarios políticos.
Los estudios sobre el periodo posrevolucionario mexicano se han centrado en la nueva clase política o en el papel de las clases populares en la política estatal, sin darle un peso especifico a los intermediarios políticos en la construcción del nuevo Estado. La literatura ha explotado la figura del caudillo o de los caciques como personajes pintorescamente violentos, dedicados a obtener el usufructo de su poder carismático; sin embargo, se mencionan sus zonas de influencia como simples espacios fuera de la ley sin tomar en cuenta su papel dentro de las nuevas instituciones.


CARÁCTER AGRARIO DE LA REVOLUCIÓN
Por principio de cuentas se tiene que hacer una acotación sobre la Revolución mexicana. Una revolución implica un cambio estructural, radical y rápido, lo que no sucedió durante este proceso en términos económicos. Si bien se conformaron algunas figuras dentro de la Constitución de 1917 que contemplaban la propiedad comunal y aparatos de producción de forma cooperativa, el movimiento armado respondía al proceso de consolidación del capitalismo en México expresado en el problema agrario.
Revolución y reparto agrario
Para 1910 el 90% de las familias rurales carecía de tierras y se habían convertido en la fuerza de trabajo para cerca de 20 mil terratenientes de extracción mestiza o extranjera. 14 millones de de campesinos se encontraban en un sistema muy duro de peonaje, muy cercano a la servidumbre.[1] Esta concentración de la propiedad no era saludable ni para el desarrollo de la industria mexicana que exigía una mayor producción, ni para los campesinos que ya no soportaban esta brutal explotación.
El gobierno revolucionario había llegado al poder gracias a las masas campesinas, y por ellas se sostenía. El programa de reformas sociales fue el motor fundamental de la movilización, claro, sin renunciar a los principios de una sociedad individualista y liberal. Ante la demanda de materias primas del mercado estadounidense y de la incipiente industria nacional, el sistema de la gran propiedad resultaba obsoleto. El reparto agrario se constituyó como el leitmotiv del movimiento armado, aunque conjuntándose tanto las demandas campesinas, como las exigencias del mercado internacional. Sin embargo, la reforma agraria hasta la década de 1930 “se había convertido en un simple instrumento de manipulación de las masas campesinas, mediante limitados repartos agrarios […] que de ningún modo habían contribuido a transformar las relaciones de propiedad en contra de las cuales se había llevado a cabo el movimiento revolucionario”.[2]
Si bien en 1929, a raíz del colapso económico, se da un repunte en el reparto agrario, a la llegada de Ortiz Rubio un año después, el ritmo de los repartos frenó bruscamente, mientras las luchas obreras y campesinas se volvieron cada vez más radicales por los efectos de la crisis. Lázaro Cárdenas en 1928 asumió la gubernatura del Estado de Michoacán, tratando de recuperar y poner en práctica los ideales de la Revolución. Para esto alentó un renglón que había sido descuidado por sus antecesores: la política de masas. Pretendía mediante la organización popular, hacer participes del desarrollo estatal a las masas trabajadoras. Ya en la presidencia continúo con este plan a escala nacional, llevando a cabo una gran cantidad de reformas concernientes a la relación Estado-pueblo.
El Ejido
Las constantes modificaciones en los regímenes de propiedad de la tierra en México han respondido, tanto al papel de la economía del país para el mercado internacional, como a la lógica del poder político y económico dentro de las fronteras nacionales. Estos cambios han ido encaminados a romper con la tradición de la colectividad por ir en contra de los dictados de producción capitalista y las reglas del libre mercado. De esta forma, la tierra se convierte, no en un bien social, sino en una mercancía más.
Las reformas liberales juaristas apuntaban hacia la implantación completa de un sistema capitalista en el país, pues los cambios que proponían iban encaminados a la desaparición de formas de tenencia de la tierra que no fuera la propiedad privada, así como de extraer el mayor provecho económico de esas posesiones. Sin embargo, la tierra se siguió acumulando en unas cuantas manos y el sistema latifundista perduró durante todo el Porfiriato.
Mediante la resurrección del ejido comunal al terminar la fase armada de la Revolución, se pretendía desmantelar al latifundio y al peonaje sometido por deudas, emancipando a los campesinos social y económicamente. Además se buscaba pacificar el campo en las zonas más radicalizadas que habían luchado durante la rebelión. A pesar de esto, la formación de un sistema de ejidos se aplazó por los presidentes del país hasta 1934, cuando se hizo necesario el reparto agrario masivo. Pareciera que el reparto ejidal fue más fortuito que planeado. El país pretendía insertarse de lleno en la economía capitalista requiriendo formas de producción agrarias más eficientes y que incorporaran a los campesinos que habían tomado las armas. Por otra parte estaba la tradición comunal indígena de propiedad y de producción como el tequio. Los constituyentes de 1917 no querían atentar contra la propiedad privada, y tal vez para no expropiar grandes cantidades de tierras, se pensó en el ejido para maximizar a los beneficiarios del reparto con terrenos limitados.
La figura del ejido era vista “como una mera etapa de transición que debía concluir en la conversión de los ejidatarios en pequeños propietarios”.[3] Sin embargo, Cárdenas los contemplaba como una institución permanente, base de la organización campesina. De cualquier modo, se buscaba en este tipo de propiedad una fuente abastecedora del consumo nacional que solventara la consolidación de la industria en el país, explotando la tierra mejor de lo que se hacía con latifundios.

LA MESETA TARASCA
La parte central del Estado de Michoacán es habitada por el pueblo tarasco, extendiéndose por toda la zona en los llamados “Once pueblos”. Durante la época precolombina, fueron el único pueblo que no pagaba tributos a los aztecas, destruyendo siempre a las fuerzas expedicionarias que pretendían someterlos. Con la llegada de los españoles, por fin se logra dominar a los tarascos, aniquilando a buena parte de la población. Al convertirse la capital indígena de Zacapu en un asentamiento de españoles y mestizos, los tarascos fueron obligados a desperdigarse en las aldeas circunvecinas. Durante la época colonial, bajo un plan de control geopolítico de los pueblos indígenas, se reubicaron los pueblos de una forma planificada desde la Iglesia para centralizar sus parroquias[4]. En 1734 Naranshani se desplazó hacia las tierras bajas que confinaban con el pantano de Zacapu e hispanizó su nombre como Naranja.
A raíz del descubrimiento de una tierra negra de gran fertilidad bajo los juncos del pantano de Zacapu, se lleva a cabo de 1883 a 1900 la desecación de esta ciénaga. A la familia española Noriega, se le otorgó la concesión para desecar el pantano y aprovechar las cualidades de una zona tan prometedora en términos de producción, siguiendo la dinámica porfirista de explotación. En honor a su región de origen, los españoles bautizaron como Cantabria a la hacienda recién construida que se convirtió en la principal fuerza económica de la región. Esta finca reunía a gran parte de trabajadores, que en un principio eran indígenas de la región, sin embargo, paulatinamente fueron sustituidos por mestizos más leales al patrón.
Sin contar los cultivos tradicionales, las principales actividades económicas de estos pueblos, particularmente de Naranja, eran tanto la pesca como la manufactura de petates y cestas. Los efectos de la desecación del pantano de Zacapu se hicieron sentir en la organización de los pueblos tarascos al poco tiempo de la edificación de Cantabria. La cantidad de peces disminuyó notablemente y los juncos que se utilizaban para el tejido se secaron, volviéndose inutilizables.
Debido a la conjunción de lo anterior con las políticas inflacionarias de 1900, la población de Naranja y las aldeas cercanas se convirtió a una especie de proletariado rural semi-migratorio; el desplazamiento laboral abarcó a un tercio de los hombres de la región que partieron, tanto a zonas más prosperas del interior de la republica como a los Estados Unidos, donde permanecían de dos a tres años. De este modo los tarascos,
[…] habían sido sacados de la economía de subsistencia de su pueblo y se les había separado de una visión del mundo elaborada en base a connotaciones sagradas y centenarias tradiciones indígenas. Se les incorporó a un extenso mercado de trabajo impersonal, no de industrialización creciente, sino de eficientes haciendas maiceras a gran escala y plantaciones azucareras que producían para los mercados nacionales e internacionales. Después de 1900 la mayoría de los naranjeños vivían de la venta de su mano de obra agrícola a los hacendados.[5]
Joaquín de la Cruz y la Revolución
Con la crisis económica y política acentuándose en la región tarasca, llegan las noticias del levantamiento maderista. Para estos tiempos la división clasista dependía de los orígenes “raciales”. Los españoles eran los dueños de los medios de producción, haciendas y comercios; los mestizos eran un sector ambivalente que colaboraban estrechamente con los patronos y despreciaban a los indígenas; estos últimos eran campesinos marginados y peones migrantes. En el pueblo de Naranja, mayormente indígena, acudían grupos de capataces mestizos a emborracharse y a perseguir a las mujeres. Tanto los sentimientos de vejación cultural, opresión económica y violencia social se mezclaron causando el linchamiento de un grupo de mestizos alcoholizados en 1912. Los habitantes de Naranja identificaron plenamente a su enemigo de clase por el rol que jugaba y por su cultura forastera.
Entrada la revolución muchos naranjeños inconformes se fueron incorporando a las filas de villistas, zapatistas, carrancistas y obregonistas. El descontento en el pueblo se volvía cada vez más patente y no fue hasta el movimiento de Joaquín de la Cruz que se pudieron articular las demandas de los campesinos naranjeños. La conformación de un bloque organizado y con ideología más clara sentó las bases para la revuelta de Primo Tapia.
De la Cruz dejó el pueblo para matricularse en el seminario de Erongarícuaro y posteriormente asistir a la Universidad de San Nicolás en Morelia. Al volver a Naranja comenzó a luchar por la devolución del pantano de Zacapu a la comunidad. Al formarse una incipiente organización de campesinos agraristas, éste les asesora jurídicamente y comienza así la lucha legal por la tierra. En los poblados cercanos como Tarejero, Tiríndaro o Villa de Reyes surgen movimientos agrarios que se coordinaran, con Naranja y de la Cruz. La moderación y sus actitudes legalistas de estos grupos agraristas fueron suficientes para encontrar las represalias de los hacendados, quienes en 1919 sobornaron a la escolta de Joaquín de la Cruz para matarlo. El movimiento no se deshizo pues la organización iba creciendo tanto en miembros como en ideas.
Agrarismo armado en Naranja
El sobrino de Joaquín de la Cruz, Primo Tapia fue el encargado de continuar con la labor de organización agraria, aunque con tintes más radicales. Tapia fue uno de tantos campesinos que se vio obligado a partir a los Estados Unidos para trabajar como jornalero. Ya en California se dio a la tarea de organizarse con los demás migrantes mexicanos de la región. Aquí conoció a los hermanos Flores Magón y trabajó estrechamente con la International Workers of the World (IWW) llevándolo a asumir un pensamiento anarquista-agrario. En 1920 regresa a Naranja para luchar por las tierras que habían despojado a su pueblo.
La fase armada de la Revolución había terminado, ahora el problema para el gobierno constitucionalista era la desmovilización de las milicias populares. El tener campesinos radicalizados y una serie de tropas al mando de caudillos oportunistas representaba un peligro para el gobierno recién institucionalizado, por lo que los periodos de Obregón y Calles se encargan de crear y profesionalizar un ejército nacional y cooptar la parte más radical de la Revolución. Sin embargo, aun quedaban restos de descontento en los sectores que esperaban más de la revuelta. Como ejemplo de esto, saltan a la vista gobernadores como Francisco Mujica en Michoacán, Adalberto Tejeda en Veracruz o Felipe Carrillo Puerto en Yucatán, que pretendían cumplir con los principios revolucionarios desde sus gobiernos locales.
Después de unas difíciles elecciones, milicias agraristas radicales toman la ciudad de Morelia exigiendo se nombre a Mujica gobernador. Una vez instalado en el poder, Mujica arma “defensas civiles” para que los campesinos pudieran defenderse de los hacendados y sus guardias blancas. Como el gobernador apoyaba a los agraristas aun en contra de los designios del presidente Obregón, este último obliga a Mujica a renunciar y ceder su puesto a Ortiz Rubio. Al iniciar la gubernatura de Pascual Ortiz, se dan marcha atrás a la reforma agraria y se persigue a los movimientos agraristas del estado. Las tropas militares aliadas con los hacendados combaten contra los agraristas de Primo Tapia en una guerra abierta con una gran cantidad de asesinatos de ambos lados.
Durante la rebelión delahuertista, Primo Tapia apoya a Calles y a De la Huerta al mismo tiempo, situación que indignaría al vencedor cobrándole esta “traición” con la muerte. Para 1924 la violencia se recrudece en la zona y los mestizos se unen a la rebelión indígena; ese mismo año se dan las órdenes oficiales para ocupar y cultivar en Naranja, Tiríndaro y Tarejero, que se venía aplazando desde 1922. A pesar de haber obtenido la tierra legalmente, los hacendados ordenan el asesinato de Tapia, continuando con la violencia para con los agraristas.
El vacío de poder entre los agraristas generado con la muerte de Tapia, desemboca en una lucha entre facciones de los Gochi y los Cruz, hasta la elección de Cárdenas como presidente. Los ganadores, los Cruz, se ocuparon de conducir los puestos tanto civiles como ejidales de la aldea y serán el vinculo con los gobernadores subsecuentes y con las organizaciones agrarias nacionales. No hace falta mencionar su afiliación al PRN y posteriormente al PRI, que era el partido-maquinaria que aglutinaba a toda fuerza política.
En muchos pueblos las defensas civiles agraristas se transforman gradualmente en una institución importante que suplanta las organizaciones tradicionales político-religiosas. Los líderes de las milicias solían obtener prestigio gestionando la política del ayuntamiento, la comunidad y la administración ejidal.[6]

EL INTERMEDIARIO POLÍTICO
La formación del Estado mexicano fue un proceso violento y tortuoso para lo cual actúan los gobernantes y el pueblo. Sin embargo, al no tener la población trato directo con sus gobernantes debido a la reificación de los líderes, tiene que haber una instancia mediadora. Desde la década de 1920, el gobierno se dedicó a formar instituciones mediante las cuales atender las políticas públicas de acuerdo con las demandas sociales. Los encargados de entablar el dialogo con esas instituciones estatales serán los intermediarios políticos, una especie de puente entre el poder y la sumisión. Los intermediarios representan un arma de doble filo para el gobierno, puesto que
 […] le permiten al Estado extender su autoridad [y] al mismo tiempo bloquean su universalización sobre la base de la ciudadanía, pues cada intermediario representa generalmente a una facción que se apropia con fines particularistas –los de su clientela− de instituciones públicas,[7]
organismos burocráticos encargados de llevar a cabo las políticas gubernamentales.
Si bien al institucionalizar −y centralizar− el poder, disminuyen los caciques y los hombres fuertes de la revolución, los intermediarios aumentan, puesto que en el proceso de edificación del nuevo Estado tienden a reaparecer los rasgos clientelares plasmados en las largas cadenas de intermediación burocrática. Esa complicada trama de instituciones se construyó sobre una “compleja red de relaciones formales e informales con una pléyade de intermediarios políticos regionales”.[8] Esta intermediación suscita la aparición de núcleos y facciones de poder local y regional que operan un contexto de redes sociales que articulan distintos niveles políticos.
El pacto corporativo
El sistema político mexicano, hasta entrados los años setenta del siglo XX se basó en un juego clientelar-corporativo que pretendía mediante prebendas y violencia establecer un pacto social entre el Estado y la ciudadanía. De esta forma, las organizaciones populares negociaban con el gobierno las demandas sociales inmediatas, actuando como contención a las exigencias de más largo alcance y a las posturas más radicales dentro de la organización.
El régimen político mexicano difiere de la democracia y del autoritarismo, convirtiéndose en un hibrido político, basado en el desarrollo nacional con integración de las fuerzas populares y adoptando formas autoritarias.[9] Este régimen político con tintes nacional-populares, funcionó como una alianza entre el Estado en búsqueda de desarrollo y los sectores populares organizados con sus exigencias propias. De esta forma se impulsó desde el gobierno la formación de organizaciones populares, mediante las cuales entablar el diálogo entre gobierno y gobernados. Sin embargo, cabe aclarar que, al contribuir el Estado a la formación de esas organizaciones, le daban un cause desmovilizatorio al cooptar lideres, o de plano desapareciendolos.
Durante la gestión de Cárdenas como presidente se observa una explosión de organizaciones populares de magnitud significativa. Desde 1920 se había intentado hacer partícipe al pueblo en la formación del Estado, sin embargo esa pretensión muchas veces se quedaba en retorica o simples actos tímidos. Las asociaciones formadas hasta 1935 se encargaban de controlar al “populacho” en una relación claramente paternalista. Lázaro Cárdenas creía en que el pueblo debía de conseguir sus demandas mediante la organización. Todo ese sexenio se caracterizó por un pacto corporativo incluyente para aumentar la productividad que requería el despunte industrial.
Al llegar Ávila Camacho a la presidencia este modelo da marcha atrás a las reformas cardenistas, privilegiando la acumulación de capital, aplazando la distribución de sus beneficios. El régimen político se volcó hacia una corporativismo autoritario. Ahora el control de los sectores campesinos y obreros fue más evidente y violento, mediante esas organizaciones adheridas a la política estatal (ejidos, organizaciones populares y sindicatos charros).
Los príncipes de Naranja
Los intermediarios políticos que emergen en Michoacán entre 1920 y 1940 centran su poder regional mediante el uso de la violencia y la forma de relacionarse con las organizaciones agrarias. Las regiones michoacanas se entrelazan al proceso de centralización del Estado posrevolucionario mediante el clientelismo impulsado, tanto desde arriba en la competencia por el poder entre las elites políticas, como desde abajo en el seno de una sociedad civil que irrumpe en la esfera pública en forma de duelos faccionales y que encuentra en los intermediarios políticos a los agentes mediante los cuales resolver parte de sus problemas en relación con el Estado. Esto es generado por las dificultades que acarrea el proceso de centralización del Estado y por la incapacidad de la burocracia para cumplir por sí misma con muchas de sus funciones.
Una vez conseguidas las tierras por los agraristas y bifurcarse la administración en civil y ejidal, los líderes del movimiento fueron los encargados de asumir el control de la aldea. Claro que esto no fue un proceso pacífico por las implicaciones que tenía el asumirse como líder. Ahora la lucha se da a lo interno de la comunidad por ver quién será premiado por su actuación en la lucha con la dirigencia política de la comunidad. Si bien el prestigio político y el ascenso social eran fundamentales en la contienda por el poder “la lucha por el control del ejido y el papel central del cargo ejidal en la vida política de la aldea se explicaban básicamente por motivos económicos”[10] derivados, tanto del buen sueldo de los servidores públicos, como de las prácticas de corrupción o de las prebendas que recibían los funcionarios.
El ejercicio de la política en Naranja “se piensa en términos de parentesco […] para un líder es indispensable el apoyo de un grupo de parientes” y así, “las facciones surgen tan pronto como el grupo llega a cantar con una docena de miembros y abarca más de una familia”.[11] La familia dominante desde 1934 hasta entrados los años setenta fueron los Cruz, herederos de Primo Tapia. La clase dominante familiar se constituyó como el poder local con vínculos en las organizaciones agrarias de todo el país, formando una elite rotativa en los puestos públicos de la comunidad.
Se formó así una suerte de “oligarquía informal”[12] que servía como puente entre el Estado y los campesinos en la defensa de los ejidos del pueblo. Paul Friedrich llama a esta clase de intermediarios los “príncipes” por el parecido de sus prácticas políticas con los postulados del célebre libro de Maquiavelo. El pueblo profesaba a estos líderes un sentimiento de amor-odio, pues los príncipes eran temidos por su violencia, sin embargo, los ejidatarios se sentían agradecidos a estos porque gracias a su lucha, recibieron por fin sus parcelas.
Consideraciones finales
La Revolución mexicana, aunque no representó un cambio profundo en cuanto a la estructura económica, modificó las relaciones de poder, la elite política y sobre todo la configuración del Estado. La relación entre el pueblo y el gobierno se vio mediada por las nuevas instituciones creadas para vincular las demandas sociales emergidas de la Revolución y los planes de inserción del país en la economía internacional capitalista. De tal modo, el reparto agrario significó una respuesta obligada ante las exigencias del sector campesino y de los requerimientos de materias primas que requerían de una modificación del sistema de propiedad de la tierra y que también fue utilizada como estrategia desmovilizatoria de los sectores más radicalizados de la lucha agraria. El papel de los intermediarios políticos fue fundamental en el proceso de construcción del nuevo Estado mexicano al vincular a los sectores populares con el gobierno “revolucionario”. Esta situación engendraría relaciones clientelares que culminaron en el corporativismo estatal priista. El intermediario político fungió como un sujeto ambivalente, tanto como parte de la maquinaria institucional del Estado, como voceros del pueblo; de aquí derivó en la inclusión a la burocracia estatal, aunque con ciertos matices de autonomía debido a los vínculos con las organizaciones populares y el Estado. Todo esto emanó del pacto social plasmado en la constitución de 1917, pero más aun por la improvisación de los sectores populares organizados y las políticas públicas.

Bibliografía
Bizberg, Ilán, “Auge y decadencia del corporativismo” en Bizberg, Ilán y Meyer, Lorenzo                   (coords.), Una historia contemporánea de México, México, Oceano, 2003, T. 2
Brading, David (comp.), Caudillos y campesinos en la Revolución mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.
Córdova, Arnaldo, La política de masas del cardenismo, México, Era, 1987.
Friedrich, Paul, Los príncipes de Naranja. Un ensayo de método antropohistorico, México, Grijalvo, 1991.
------------------, Revuelta agraria en una aldea mexicana, México, Fondo de Cultura Económica /CEHAM, 1984.
Guerra Manzo, Enrique, Caciquismo y orden público en Michoacán. (1920-1940), México, Colegio de Meéxico, 2002.
Medina, Luis, Hacia el nuevo Estado. México, 1920-1994, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.


[1] Paul Friedrich, Revuelta agraria en una aldea mexicana, México, FCE/CEHAM, 1984 p. 21
[2] Arnaldo Córdova, La política de masas del cardenismo, México, Era, 1987 p. 14
[3] Ibíd. p. 29
[4] Paul Friedrich, Revuelta agraria… p. 23
[5] Ibid. p. 68
[6] Enrique Guerra Manzo, Caciquismo y orden público en Michoacán. (1920-1940), México, Colegio de México, 2002 p.46
[7] Ibíd. p.20
[8] Ibíd. p. 22
[9] Ilán Bizberg, “Auge y decadencia del corporativismo” en Ilán Bizberg y Lorenzo Meyer (coords.), Una historia contemporánea de México, México, Oceano, 2003, T. 2
[10] Friedrich, Paul, Los príncipes de Naranja. Un ensayo de método antropohistórico, México, Grijalvo, 1991 p. 192
[11] Ibíd. p. 113 y 103
[12] Ibíd. p. 180

lunes, 11 de febrero de 2013


Terán Aquino Arely
CELA
Semestre 9
Correo electrónico: areiteran@hotmail.com
                 
La migración como exilio forzado: Análisis de la migración y la identidad en la novela Cóbraselo Caro de Élmer Mendoza.
           

Resumen
Este texto se plantea como una reflexión entorno a las relaciones culturales y a los conflictos que surgen alrededor de éstas como parte de su interacción. Se centra, particularmente, en el tema de la migración y los conflictos de identidad que surgen entre los inmigrados. Se señala que los inmigrados, lejos de sufrir una pérdida de los referentes simbólicos que dan forma a su identidad, atraviesan por un proceso de replanteamiento, en donde memoria y  nostalgia juegan un papel fundamental al funcionar como reaperturas con el ayer y, en esa medida, establecerse como puentes entre el pasado y el presente, entre lo que se fue y lo que se es. Se pretende explorar esta cuestión desde la visión que plasma Élmer Mendoza en su novela Cóbraselo Caro con la intención de utilizar  la literatura como documento histórico, es decir, de manera tal que de cuenta de la cuestión migratoria en un contexto más actual.



“¿Y qué otra cosa es migrar sino pagar un
derecho de piso por un suelo al
que no se termina por llegar?”

Tradicionalmente, la capital era uno de los lugares que registraba mayor afluencia de inmigrantes en nuestro país. No obstante, sólo en años recientes el ritmo de la migración interna se ha visto rebasada por la migración internacional,  consecuencia principal de la agudización de las problemáticas socioeconómicas y del movimiento de las rutas que prometen el ingreso a un futuro más próspero. En relación con América Latina, y desde una perspectiva más global, recientes estudios demográficos demuestran, por ejemplo, que el volumen del flujo migratorio hacia los países industrializados ha ido creciendo y se ha convertido, en los últimos treinta años, en una de las regiones que exporta  más población. Esta situación ha generado, de manera abrupta, importantes transformaciones en el ámbito cultural al participar de forma determinante en la conformación de nuevos espacios de encuentro, asimilación, ruptura, choques y distancias culturales. Y es que la presencia de inmigrantes en los países más industrializados, especialmente en Estados Unidos, nos habla, a menudo, no sólo de un clima de incertidumbre para el país receptor, en el que el fenómeno migratorio se percibe amenazante y peligroso, asociado en algunos casos a la temática de la seguridad, sino que representa un clima de incertidumbre para el mismo desplazado quien experimenta, entre lo perdido, lo nuevo y lo desconocido, un difícil proceso de replanteamiento de su identidad.
No es de sorprenderse, pues, que el fenómeno migratorio se haya vuelto uno de los temas más analizados en el campo de las ciencias sociales y uno de los más recurrentes en la narrativa latinoamericana, tanto por sus implicaciones económicas y  políticas— muestra de las enormes asimetrías e inequidades en el orden internacional—, como por sus repercusiones ligadas a la identidad, vínculo social evidentemente más trastocado por la migración.
Teniendo, entonces, que la migración constituye, incuestionablemente, uno de los agentes más importantes en los procesos de transformación cultural-económico-político actualmente, he decidido dedicar las siguientes páginas al tema. Mi interés se centra, particularmente, en el ámbito cultural, en donde la migración, entendida como un desplazamiento geográfico, a menudo forzado, pone a prueba la capacidad de los

individuos inmigrados para seguir asumiéndose y proyectándose de la misma manera que en su lugar de origen. 
El análisis que pretendo realizar se efectuará por medio de la literatura, desde la perspectiva que plasma el autor sinaloense Élmer Mendoza sobre la migración, en su libro Cóbraselo Caro. Así, lo que propongo es partir de la novela para, en función de ello, reflexionar sobre la emigración como una forma de exilio forzado y sus repercusiones en la identidad de los inmigrados.
Con esta exposición, me parece, podré desarrollar una discusión que me permita dimensionar la cuestión migratoria en el plano cultural y, al mismo tiempo, reflexionar sobre la función social de la literatura, pues como el objetivo no es descifrar cómo se transforma algo mesurable y observable, sino un universo simbólico que ocurre sólo en la conciencia de los actores sociales, las fuentes tradicionales apenas y sirven porque no hay documentos que nos digan el cómo y el por qué de estas transformaciones en las percepciones de la realidad, sino “vestigios” presentes en las diferentes formas de expresión, del que la literatura, sin duda, forma parte:
La función cabal de la novelística consiste en violar constantemente el principio ingenuo de ser relato destinado a ‘causar placer estético a los lectores’, para hacerse un instrumento de indagación, un modo de conocimiento de hombres y épocas— modo de conocimiento que rebasa, en muchos casos, las intenciones del autor (…). La novela debe llegar más allá de la narración, del relato, vale decir: de la novela misma, en todo tiempo, en toda época, abarcando aquello que Jean Paul Sartre llama ‘los contextos’.[1]

Propongo, entonces, más allá de la simple labor sintética de la obra de Mendoza, tomarla como pretexto para la reflexión. Lo que busco es partir de la afirmación de que la migración internacional es, en muchos casos, una forma de exilio forzado, que tiene efectos muy singulares en la identidad del inmigrado y que justo estos efectos son plasmados de manera implícita en la novela como producto del contexto en el que se escribe Cóbraselo Caro.

      

Nación y territorio: De la representación al apego afectivo.

La nación es el más hollado y a la vez más impenetrable de los territorios de la sociedad moderna—sentenció, a mediados de los ochentas, Roger Bartra en su libro La jaula de la Melancolía—. Todos sabemos que esas líneas negras en los mapas políticos son como cicatrices de innumerables guerras, saqueos y conquistas; pero también sospechamos que, además de la violencia estatal fundadora de las naciones, hay antiguas y extrañas fuerzas de índole cultural y psíquica que dibujan las fronteras que nos separan de los extraños.[2] Y es que la explicación es muy simple: las fronteras, a menudo entendidas como líneas de separación y de contacto entre dos o más naciones, lejos de agotarse en su concepción geográfica-político-administrativa, contienen una fuerte carga simbólica, ya que son indisociables a la idea misma de nación. Porque la nación, tal como ha señalado Benedict Anderson, no es más que un dibujo en el horizonte mental; una suerte de “comunidad política imaginada, inherentemente limitada y soberana”[3]; un artificio intencionado y sostenido de recuerdos fraguados por un pasado que se dice común y que hace de esa comunidad una colectividad singular. De ahí que la nación, desde su origen a finales del siglo xviii se ha convertido, por lo menos en el discurso, en el espacio interior —de la seguridad y el cobijo— que separa y protege del espacio exterior —del peligro y el sobresalto—.
Por tanto, se entiende que, son los símbolos  asociados a la representación de nación los que se proyectan sobre el territorio, que de este modo queda sacralizado como un umbral impenetrable e inviolable a través de sus fronteras, salvo previo sometimiento (controles rígidos de tránsito, por ejemplo.). Y es precisamente aquí donde se revela con gran nitidez el carácter dual de todo territorio: por un lado, como espacio donde se vierten las abstracciones culturales y hacen de él “un espacio apropiado subjetivamente como objeto de representación”[4] y, por otro lado; como un símbolo de pertenencia que implica cierto apego afectivo.
Tenemos, entonces, que la nación, a través del territorio y sus fronteras, dibuja una barrera imaginaria entre un “nosotros” y los “otros”, en el que grupos dotados de
determinada identidad, de cierto bagaje simbólico —una historia común, tradiciones, costumbres, etc.— se reconocen y enfrentan unidos posibles proyectos adversos.

Los territorios traspasados: De migraciones e identidades replanteadas.

Cuando se habla de migración a menudo suele afirmarse que se trata de un fenómeno inherente a la especie humana, y a muchas otras especies, que nace del instinto de conservación: “Migramos. Las causas han variado a lo largo de la historia pero no demasiado: lo hacemos para sobrevivir.”[5] Y sí, efectivamente, los flujos migratorios obedecen siempre a una evaluación comparativa entre los recursos que les proporciona el entorno donde se vive y un entorno diferente que brinde mejores condiciones que las que se tienen. No obstante,  el volumen de las migraciones internacionales contemporáneas encuentra sus principales motivos en el orden económico –lo cual no deja de tener connotaciones políticas como en el caso del exilio, ya que las situaciones económicas de los países están íntimamente vinculadas con las políticas económicas implementadas por sus respectivos gobiernos– que obliga a la población a salir de su lugar de origen para asegurar su supervivencia. Por tanto, en un sentido muy general se podría afirmar que, la mayoría de los migrantes en la actualidad no conservan la facultad de decidir respecto a si se van o no, sino que las condiciones de desigualdad económica en las que viven los fuerzan a buscar los medios para sobrevivir y abandonar ese espacio “nosotrico” que suponía debía brindar cobijo y protección.
Desde el punto de vista social, entonces, los migrantes actúan, por un lado, como agentes de cambio, tanto dentro del país receptor, como para el país que abandonan, en la medida en que modifica sus respectivas estructuras socioeconómicas, por ejemplo. Y, por otro lado, los mismos inmigrados son objeto de esos cambios, en tanto que experimentan, además de una transformación brusca de sus referentes sociales a consecuencia del alejamiento brusco con su entorno  –esto es; roles, pautas de comportamiento, costumbres, hábitos etc. – un cambio en el relato construido acerca de sí, porque los inmigrados, en un contexto distinto que adquiere nuevos significados relacionales, a menudo vistos como amenaza o simple mano de obra barata, no tienen claro qué esperan los otros, al tiempo que los demás desconocen quienes son.
Así pues, partiendo de que la identidad es un proceso –no un estado ni una esencia– de elaboración subjetiva que permite que cada individuo construya una versión de sí a partir de la relación con los otros, la salida abrupta y el ingreso a contextos distintos y ajenos provoca en los inmigrados una serie de transformaciones en su identidad, casi siempre visibles por actitudes como la nostalgia, las acentuaciones en sus diferencias culturales, la imitación como forma de adaptación, etc:

El primer reflejo no es pregonar la diferencia, sino pasar inadvertido. El sueño secreto de los migrantes es que se les tome por hijos del país. Su tentación final es imitar a sus anfitriones, cosa que algunos consiguen. Pero la mayoría no. Al no tener el acento correcto, ni el tono adecuado en la piel, ni el nombre y apellido ni los papeles que necesitarían, su estratagema queda pronto al descubierto. Muchos saben que no merece la pena si quiera intentarlo, y se muestran, por orgullo, como bravata, más distintos de lo que son. Hay incluso quienes –¿hace falta recordarlo?– van aún más lejos, y su frustración desemboca en una contestación brutal. [6]

Contrario a lo que se pudiera pensar por tanto, debo decir y subrayar que aunque el inmigrado rompe, por lo menos temporalmente, con su espacio de inscripción cultural, ello no significa que pierde el relato del “nosotros” históricamente construido, porque aunque alejado de esa construcción, en la mayoría de los casos sigue sintiéndose unido, acaso espiritualmente, a la comunidad de la que tuvo que separarse:

La desterritorialización física no implica automáticamente la desterritorialización en términos simbólicos y subjetivos. Se puede abandonar físicamente un territorio sin perder la referencia simbólica y subjetiva al mismo a través de la comunicación a distancia, la memoria, el recuerdo y la nostalgia. Cuando se emigra a tierras lejanas, frecuentemente la patria se lleva dentro.[7] 

De ahí que la nación también sea, tal como lo afirmó Renan, una suerte de voluntad: “Un principio espiritual constituido por un pasado y un presente. La una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa[8]
El exilio, por tanto, lejos de indicar una pérdida de los referentes simbólicos que históricamente los formaron como individuos, los  replantea y, en muchos, los reafirma:

No se observa ningún indicio de desterritorialización o desarraigo cultural entre los migrantes actualmente ausentes de su comunidad ni entre los ex migrantes retornados. Lo que se observa son más bien reterritorializaciones de la cultura de origen o nuevas formas de relación con el espacio. [9]


La migración desde la perspectiva de Élmer Mendoza en Cóbraselo Caro.


No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro.
 Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio…
El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.”


Si bien no muy extensa, la obra de Élmer Mendoza resulta particularmente interesante, primero porque toda su novela gira alrededor de la obra maestra de Juan Rulfo: Pedro Páramo, y por otro lado, porque es a través de ésta que el autor entreteje una serie de situaciones que incitan a reflexionar al lector sobre problemas por demás vigentes.  Culturas transplantadas, comunidades de mexicanos en Estados Unidos, mito literario y migración; son sólo algunos de los temas que Élmer Mendoza, logradamente, hila alrededor del viaje de Nick Pureco, personaje protagonista de su obra, quien después de una revelación espectral y tras leer la novela de Rulfo, se da a la tarea de buscar las piedras en las que quedó convertido Pedro Páramo.
La narración, claramente escrita en una atmósfera “rulfiana”, comienza cuando Nicolás Pureco, aquejado por la gradual pérdida de sus recuerdos, es visitado por sus padres muertos que le piden regrese a México, su lugar de origen. Así, tras el encuentro espectral que sostiene con sus padres y la lectura de la novela de Pedro Páramo, la cual descubre por casualidad cuando sus padres mueren, Nicolás emprende un viaje, acaso Quijotesco, sumergiéndose en una confusión entre la realidad y la ficción literaria que toma como punto de partida el final de Pedro Páramo: “Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.”[10]
La búsqueda de esas piedras, para reconstruir el cuerpo de Pedro Páramo y sus pocos recuerdos familiares, lo llevan, entonces, a deambular de forma desesperada por Michoacán, Jalisco, Colima y Nayarit, entidades en las que se percibe un ambiente fantasmagórico, lleno de sombras, justo como el que Juan Preciado encuentra en su viaje por Comala.
Es así como en un ambiente casi surrealista, Nick se interna en una regresión a sus raíces, a lado de Lily, su esposa, quien se la pasa escribiéndole a un tal Marsalis –personaje del que se desconoce todo pero que se advierte es íntimo amigo de Lily– sobre los desvaríos y la falta de apetito sexual de su marido.
Claramente elíptica, la novela se desarrolla apelando al lector cómplice pues, muy al estilo de Rulfo, Mendoza teje una historia que no transcurre en un tiempo continuo, porque lo que aparecen son más bien escenas a medias, pláticas en las que no se sabe quién habla, ni de dónde salen, en cuyo caso el lector tiene que ir armando la trama como un rompecabezas. A la ambigüedad fantasmal, se le suma, además, la falta de memoria de Nick, que es otro elemento que contribuye a que el mundo que nos ofrece Mendoza sea impreciso y misterioso. Descubrirlo es tarea del lector, que sólo lo puede lograr por medio de la relectura, uniendo las escenas en donde los muertos se confunden con los vivos y el pasado y el presente se funden:
Fue tras él (tras el monje) pero un inesperado ventarrón lo cegó, ¿Se le ofrece algo?, una mujer hermosa, con un vestido oscuro que le cubría desde el cuello hasta el tobillo, lo miraba profundamente. Ah, hola, ¿cómo se llama el monje?, cara recia, pelo largo igualmente cubierto. En este pueblo no hay monjes, señor, creemos que cuando mi marido termine el templo vendrán algunos, pero de momento no podemos contar con esa bendición. Pero aquí atrás hay un convento, ave María purísima ¿de dónde saca eso buen hombre? La de atrás es mi casa, Pureco sintió perder un instante, la mujer, o una mujer parecida, cara recia, pelo largo, pero ajuarada con un vestido a la rodilla y cuello V, le entregó la botella ¿Algo más?, Pureco no pudo recordar donde vivieron sus padres en Vandalia. Otra botella por favor.[11]

Así, el mundo en el que se interna el protagonista es un mundo fantasmal y ambiguo, en el que esa ambigüedad no sólo se da en el sentido físico y concreto, sino también en lo temporal porque en casi en toda la novela parece incierto, confuso; no hay  fechas, ni personajes fijos o reales, el mundo rulfiano al que se enfrenta Pureco en su viaje es un mundo habitado por murmullos y fantasmas que se hacen polvo o simplemente desaparecen; se trata de seres que pasan como sombras por el mundo donde tiempo y vida se han detenido y del que Pureco, finalmente pasa a formar parte:
Ahora bien, lo interesante en toda escritura elíptica, elemento que no es de ningún modo gratuito en la novela, es poder descubrir su función y su objetivo, que muchas veces tienen que ver con la elaboración de la intriga y la exigencia de un lector activo, capaz de descifrar las omisiones del autor. En este caso, por ejemplo, las escenas cortadas, los diálogos anónimos,  el tiempo incierto, van revelando poco a poco que las personas con las que Nick se encuentra en su viaje por Guadalajara están muertas, por que en un principio se duda, Mendoza juega con los personajes a tal punto que se llega a creer, incluso, que todo es producto de la demencia de Pureco. Y los recursos que el autor utiliza, este complejo entramado de voces perdidas, lugares dudosos que giran entorno a Pedro Páramo, detalles como la esposa gringa que ve con exotismo a su marido, Armando el cocinero que es oriundo de Sinaloa y se apasiona cocinando platillos mexicanos, y hasta el mismo apodo de Pureco: “Nahual”, justo tienen que ver con los temas que subyacen en la narración y que aquí más interesan: el de la migración y la identidad.
Empecemos, entonces, por decir que el eje de la obra de Mendoza,  la novela de Juan Rulfo es ya un icono nacional, el personaje de Pedro Páramo parece haber trascendido lo fantástico, a tal punto de colocarse como una auténtica imagen nacional, y más aún, de cobrar vida propia; de situarse ya como un mito mexicano. Si partimos, pues, de lo anterior, para Élmer Mendoza el mito literario cumple una función simbólica en su obra, porque el mito, al ser una forma alegórica y mágica de concebir al mundo, permite, a quien cree en él,  dar una explicación de su origen y, por lo tanto, permite dar sentido último a su existencia. En este sentido,  Nick Pureco, quien emprende su viaje tomando como realidad un mito literario, pretende encontrarse y comprenderse. La obsesión del protagonista por encontrar los restos de Pedro Páramo aparece como algo simbólico, pues sucede que la inquietud de Nick se desprende de la visión de sus padres muertos que lo incitan a regresar a su lugar de origen que coincide, precisamente, con una pérdida progresiva de su memoria. Pareciera entonces, que de lo que se trata es de una crisis de identidad del protagonista, la cual lo conduce a emprender un viaje a México en busca de sus raíces y la recuperación de la memoria perdida:

Que fuerte es la herencia de nuestros padres, ¿verdad? Que forma tan luminosa de recordar, de resistirse a perder su cultura, su lenguaje. Aunque no sepa explicarlo, hay momentos en que me siento hermanado con todos esos morenos que andan por ahí trabajando o buscando ocupación, Algunos llegan al extremo, ¿recuerda los boinas café? Ahí murió mi mejor amigo, sus padres eran zacatecanos, olía a desodorante ambiental, Son muy fuertes las ataduras, ¿es algo de eso que lo incita a reunir las piedras de que me cuenta?, Es posible (…).[12]

Para Mendoza, pues, la migración hace funcionar un tipo de resistencia cultural, en la medida en que la utilización de símbolos, imágenes y recuperaciones históricas ponderan  la identidad frente a lo extranjero y que, precisamente, nos habla de lo que señalaba en líneas anteriores, este lazo o vínculo simbólico que no se pierde con el exilio.
En el caso de Nick, por ejemplo, que no es propiamente un inmigrado, pero sí un hijo de inmigrantes, esto se hace evidente con sus negocios de comida seudomexicana y con la inexplicable sensación de conocer lo que hay detrás de la visita de sus padres muertos y el libro que, sin saber leer, sus padres contaban y guardaban en su habitación, y que lo lleva, de cierto modo, a escarbar en su origen. Visto así, lo que se produce es un cierto apego afectivo (aunque no de forma directa, sino sólo indirectamente por sus padres) que no se hace explícito en la novela, sino que se refleja con detalles.
Así, ciertas frases y elementos utilizados por el autor hacen las veces de la nostalgia en los inmigrados: “Ya me dijo tu vieja que no quieres salir de México, ¿y ese amor tú?, ¿crees que es juego esa madre? De dónde esa nostalgia si ni naciste allá, ¿No puedo ir a la tierra de mis padres, reconocer mis raíces?”[13] Un ejemplo concreto es la pérdida de memoria de Nick, que muestra constantemente un dejo de añoranza, un pesar referido al ayer: “Ah, ya no puedo don Tiburcio, he olvidado la mitad de mi vida, la mitad de las cosas que viví; es atroz, estoy a punto de ser otro, no sé, tal vez ser el que siempre fui”[14]

Conclusiones

“Volver a un patria lejana,
volver a una patria olvidada,
oscuramente deformada
por el destierro en esta tierra”


Como vimos, la migración al ser una forma de exilio forzado, una salida del entorno que ha constituido la personalidad de los individuos, representa siempre un replanteamiento en la identidad, porque, si bien el inmigrado  no rompe con el lazo simbólico cuando se aleja de su colectividad de origen (siendo la memoria y la nostalgia el principal instrumento para la consolidación del vínculo) , sí experimenta un reacomodo en la forma de percibirse y proyectarse en tanto que su mismo bagaje cultural lo conduce a un estado de alerta frente a lo distinto. Vimos con Maalouf, por ejemplo, que la condición de inmigrado pone al descubierto mecanismos de defensa frente a esta relación con lo extraño, que pueden ir desde el simple deseo de pasar inadvertido, hasta el más férreo deseo de acentuar las diferencias culturales, o bien, la más violenta respuesta al rechazo o la indiferencia.
Así pues, ni el despego espacial ni la distancia temporal que supone la migración implican rupturas, por el contrario, las continuas actitudes y sentimientos ambiguos como la melancolía, la imitación o la violencia manifiestan una fuerte carga de abstracciones culturales que se vierten en el territorio (como la identidad nacional, por ejemplo).
En la novela se acaba por confirmar la validez de estas afirmaciones, y es que el autor aunque anónimo, siempre acaba por hacer perceptible su visión de la migración, la cual, justamente, queda planteada como un proceso conflictivo, tanto para el país que los acoge (recordemos, por ejemplo, cuando Severiano Jiménez llama a Pureco para ordenarle que no vuelva a poner un pie en Jalisco, pues ni siquiera es de ese lugar), como para quien se aleja de su país y en un espacio que desconoce experimenta sentimientos nada simples.
Así, Élmer Mendoza, además de regalarnos páginas enteras impregnadas de sentimientos pulsantes –unas veces perturbadores, otras tantas nostálgicos, todos, al fin y al cabo, cumpliendo la función de mantener al lector en el delicioso paroxismo– nos ofrece, al mismo tiempo, una visión muy contemporánea del fenómeno migratorio, pues casi rayando en la denuncia –bastante evidente en el título del libro y cuya frase completa en Pedro Páramo es: “No vayas a pedirle nada. Exígele lo que es nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio…El olvido en que no en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.”– nos obliga a reflexionar en sus magnitudes actuales:
¿Qué hay detrás del vaciamiento poblacional de un país cuya más rentable exportación son sus propios ciudadanos? ¿Qué de la doble moral en los discursillos que, por un lado, expresan con rabia su indignación por el levantamiento de un muro “antimigrantes”, y por otro, le rehuye a políticas que proporcione empleos formales a su gente? Y no menos importantes son las cuestiones culturales a las que nos conducen estos problemas: ¿Cómo hacer frente a las constantes tensiones a causa de la identidad? ¿Acaso podemos remediar de algún modo la violencia (física y simbólica) que tan constantemente se desprende de los contactos culturales? Preguntas que hoy, evidentemente, son importantes discutir.
Bibliografía



-        Anderson, Benedict, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo,1ª ed. en español, tr. del inglés por Eduardo L. Suárez. México, fce, 1993, Pp.17-25.

-        Bartra, Roger, La jaula de la melancolía: identidad y metamorfosis del mexicano. México, Grijalbo, 1996,  Pp. 15-35.

-        Carpentier, Alejo, “Papel social del novelista” en: Tientos, diferencias y otros ensayos. Barcelona, España, Plaza y janes, 1987, Pp. 159-170.

-        Giménez Montiel, Gilberto, Territorio y cultura, Conferencia Magistral en la ceremonia de entrega del reconocimiento como Maestro Universitario Distinguido, Universidad de Colima/Centro Universitario de Investigaciones Sociales, Pp. 1-19.

-        Maalouf , Amin, “Mi identidad, mis pertenencias” en : Identidades asesinas, Madrid, Alianza, 1998, p.


-        Mendoza, Élmer, Cóbraselo caro. México, Tusquets, 2005.

-        Renan, Ernest, ¿Qué es una nación?: cartas a Strauss. Madrid, Alianza, 1987, Pp. 59-86

-        Rulfo, Juan, Pedro Páramo; El llano en llamas. México, Planeta, 2002.


Recuso de Internet


“Los desarraigados”, Letras libres (México, D.F), marzo 2007, núm. 66. Revisado el 14 de diciembre de 2009. http://74.125.47.132/search?q=cache:dxaX7-b4oMJ:www.letraslibres.com/%3Fnum%3D66%26rev%3D2+migramos+letras+libres&cd=1&hl=es&ct=clnk&gl=es.












[1] Carpentier, Alejo, “Papel social del novelista” en: Tientos, diferencias y otros ensayos. Barcelona, España, Plaza y janes, 1987, p. 163.
[2] Bartra, Roger, La jaula de la melancolía: identidad y metamorfosis del mexicano. México, Grijalbo, 1996,  p. 15
[3] Anderson, Benedict, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 23
[4] Giménez Montiel, Gilberto, Territorio y cultura, Conferencia Magistral en la ceremonia de entrega del reconocimiento como Maestro Universitario Distinguido, Universidad de Colima/Centro Universitario de Investigaciones Sociales, p. 7
[5] Tomado de “Los desarraigados”, Letras libres (México, D.F), marzo 2007, núm. 66. Versión digital revisado el 14 de diciembre de 2009. http://74.125.47.132/search?q=cache:dxaX7-Sb4oMJ:www.letraslibres.com/%3Fnum%3D66%26rev%3D2+migramos+letras+libres&cd=1&hl=es&ct=clnk&gl=es.
[6] Maalouf , Amin, “Mi identidad, mis pertenencias” en : Identidades asesinas, Madrid, Alianza, 1998, p. 46
[7] Giménez Montiel, Gilberto, Op. Cit. p. 7
[8] Renan, Ernest, ¿Qué es una nación?: cartas a Strauss. Madrid, Alianza, 1987, p. 82.
[9] Ibídem. p. 12
[10] Rulfo, Juan, Pedro Páramo; El llano en llamas. México, Planeta, 2002, p. 123
[11] Mendoza, Élmer, Cóbraselo caro. México, Tusquets, 2005, p. 22
[12] Ibídem, p. 35
[13] Ibídem, p. 65
[14] Ibídem, p. 56