Terán Aquino Arely
CELA
Semestre 9
Correo
electrónico: areiteran@hotmail.com
La migración
como exilio forzado: Análisis de la migración y la identidad en la novela
Cóbraselo Caro de Élmer Mendoza.
Resumen
Este texto se plantea como una reflexión entorno a las relaciones
culturales y a los conflictos que surgen alrededor de éstas como parte de su
interacción. Se centra, particularmente, en el tema de la migración y los
conflictos de identidad que surgen entre los inmigrados. Se señala que los
inmigrados, lejos de sufrir una pérdida de los referentes simbólicos que dan
forma a su identidad, atraviesan por un proceso de replanteamiento, en donde
memoria y nostalgia juegan un papel
fundamental al funcionar como reaperturas con el ayer y, en esa medida, establecerse
como puentes entre el pasado y el presente, entre lo que se fue y lo que se es.
Se pretende explorar esta cuestión desde la visión que plasma Élmer Mendoza en
su novela Cóbraselo Caro con la intención de utilizar la literatura como documento histórico, es
decir, de manera tal que de cuenta de la cuestión migratoria en un contexto más
actual.
“¿Y qué otra cosa es migrar sino pagar un
derecho de piso por un suelo al
que no se termina por llegar?”
Tradicionalmente, la capital era uno de los lugares que registraba
mayor afluencia de inmigrantes en nuestro país. No obstante, sólo en años
recientes el ritmo de la migración interna se ha visto rebasada por la
migración internacional, consecuencia
principal de la agudización de las problemáticas socioeconómicas y del
movimiento de las rutas que prometen el ingreso a un futuro más próspero. En
relación con América Latina, y desde una perspectiva más global, recientes
estudios demográficos demuestran, por ejemplo, que el volumen del flujo
migratorio hacia los países industrializados ha ido creciendo y se ha
convertido, en los últimos treinta años, en una de las regiones que
exporta más población. Esta situación ha
generado, de manera abrupta, importantes transformaciones en el ámbito cultural
al participar de forma determinante en la conformación de nuevos espacios de
encuentro, asimilación, ruptura, choques y distancias culturales. Y es que la
presencia de inmigrantes en los países más industrializados, especialmente en
Estados Unidos, nos habla, a menudo, no sólo de un clima de incertidumbre para
el país receptor, en el que el fenómeno migratorio se percibe amenazante y peligroso,
asociado en algunos casos a la temática de la seguridad, sino que representa un
clima de incertidumbre para el mismo desplazado quien experimenta, entre lo
perdido, lo nuevo y lo desconocido, un difícil proceso de replanteamiento de su
identidad.
No
es de sorprenderse, pues, que el fenómeno migratorio se haya vuelto uno de los
temas más analizados en el campo de las ciencias sociales y uno de los más
recurrentes en la narrativa latinoamericana, tanto por sus implicaciones
económicas y políticas— muestra de las
enormes asimetrías e inequidades en el orden internacional—, como por sus
repercusiones ligadas a la identidad, vínculo social evidentemente más
trastocado por la migración.
Teniendo,
entonces, que la migración constituye, incuestionablemente, uno de los agentes
más importantes en los procesos de transformación cultural-económico-político
actualmente, he decidido dedicar las siguientes páginas al tema. Mi interés se
centra, particularmente, en el ámbito cultural, en donde la migración, entendida
como un desplazamiento geográfico, a menudo forzado, pone a prueba la capacidad
de los
individuos
inmigrados para seguir asumiéndose y proyectándose de la misma manera que en su
lugar de origen.
El
análisis que pretendo realizar se efectuará por medio de la literatura, desde
la perspectiva que plasma el autor sinaloense Élmer Mendoza sobre la migración,
en su libro Cóbraselo Caro. Así, lo
que propongo es partir de la novela para, en función de ello, reflexionar sobre
la emigración como una forma de exilio forzado y sus repercusiones en la
identidad de los inmigrados.
Con
esta exposición, me parece, podré desarrollar una discusión que me permita
dimensionar la cuestión migratoria en el plano cultural y, al mismo tiempo,
reflexionar sobre la función social de la literatura, pues como el objetivo no
es descifrar cómo se transforma algo mesurable y observable, sino un universo
simbólico que ocurre sólo en la conciencia de los actores sociales, las fuentes
tradicionales apenas y sirven porque no hay documentos que nos digan el cómo y
el por qué de estas transformaciones en las percepciones de la realidad, sino
“vestigios” presentes en las diferentes formas de expresión, del que la
literatura, sin duda, forma parte:
La
función cabal de la novelística consiste en violar constantemente el principio
ingenuo de ser relato destinado a ‘causar placer estético a los lectores’, para
hacerse un instrumento de indagación, un
modo de conocimiento de hombres y épocas— modo de conocimiento que rebasa,
en muchos casos, las intenciones del autor (…). La novela debe llegar más allá
de la narración, del relato, vale decir: de la novela misma, en todo tiempo, en
toda época, abarcando aquello que Jean Paul Sartre llama ‘los contextos’.[1]
Propongo,
entonces, más allá de la simple labor sintética de la obra de Mendoza, tomarla
como pretexto para la reflexión. Lo que busco es partir de la afirmación de que
la migración internacional es, en muchos casos, una forma de exilio forzado,
que tiene efectos muy singulares en la identidad del inmigrado y que justo
estos efectos son plasmados de manera implícita en la novela como producto del
contexto en el que se escribe Cóbraselo
Caro.
Nación y territorio: De la
representación al apego afectivo.
La
nación es el más hollado y a la vez más impenetrable de los territorios de la
sociedad moderna—sentenció, a mediados de los ochentas, Roger Bartra en su
libro La jaula de la Melancolía—.
Todos sabemos que esas líneas negras en los mapas políticos son como cicatrices
de innumerables guerras, saqueos y conquistas; pero también sospechamos que,
además de la violencia estatal fundadora de las naciones, hay antiguas y
extrañas fuerzas de índole cultural y psíquica que dibujan las fronteras que
nos separan de los extraños.[2]
Y es que la explicación es muy simple: las fronteras, a menudo entendidas como
líneas de separación y de contacto entre dos o más naciones, lejos de agotarse
en su concepción geográfica-político-administrativa, contienen una fuerte carga
simbólica, ya que son indisociables a la idea misma de nación. Porque la
nación, tal como ha señalado Benedict Anderson, no es más que un dibujo en el
horizonte mental; una suerte de “comunidad política imaginada, inherentemente
limitada y soberana”[3];
un artificio intencionado y sostenido de recuerdos fraguados por un pasado que
se dice común y que hace de esa comunidad una colectividad singular. De ahí que
la nación, desde su origen a finales del siglo xviii
se ha convertido, por lo menos en el discurso, en el espacio interior —de la
seguridad y el cobijo— que separa y protege del espacio exterior —del peligro y
el sobresalto—.
Por
tanto, se entiende que, son los símbolos
asociados a la representación de nación los que se proyectan sobre el
territorio, que de este modo queda sacralizado como un umbral impenetrable e
inviolable a través de sus fronteras, salvo previo sometimiento (controles
rígidos de tránsito, por ejemplo.). Y es precisamente aquí donde se revela con
gran nitidez el carácter dual de todo territorio: por un lado, como espacio
donde se vierten las abstracciones culturales y hacen de él “un espacio
apropiado subjetivamente como objeto de representación”[4]
y, por otro lado; como un símbolo de pertenencia que implica cierto apego
afectivo.
Tenemos,
entonces, que la nación, a través del territorio y sus fronteras, dibuja una
barrera imaginaria entre un “nosotros” y los “otros”, en el que grupos dotados
de
determinada identidad, de cierto bagaje simbólico —una historia común, tradiciones, costumbres, etc.— se reconocen y enfrentan unidos posibles proyectos adversos.
determinada identidad, de cierto bagaje simbólico —una historia común, tradiciones, costumbres, etc.— se reconocen y enfrentan unidos posibles proyectos adversos.
Los territorios traspasados:
De migraciones e identidades replanteadas.
Cuando
se habla de migración a menudo suele afirmarse que se trata de un fenómeno
inherente a la especie humana, y a muchas otras especies, que nace del instinto
de conservación: “Migramos. Las causas han variado a lo largo de la historia
pero no demasiado: lo hacemos para sobrevivir.”[5]
Y sí, efectivamente, los flujos migratorios obedecen siempre a una evaluación
comparativa entre los recursos que les proporciona el entorno donde se vive y
un entorno diferente que brinde mejores condiciones que las que se tienen. No
obstante, el volumen de las migraciones
internacionales contemporáneas encuentra sus principales motivos en el orden
económico –lo cual no deja de tener connotaciones políticas como en el caso del
exilio, ya que las situaciones económicas de los países están íntimamente
vinculadas con las políticas económicas implementadas por sus respectivos
gobiernos– que obliga a la población a salir de su lugar de origen para
asegurar su supervivencia. Por tanto, en un sentido muy general se podría
afirmar que, la mayoría de los migrantes en la actualidad no conservan la
facultad de decidir respecto a si se van o no, sino que las condiciones de
desigualdad económica en las que viven los fuerzan a buscar los medios para
sobrevivir y abandonar ese espacio “nosotrico” que suponía debía brindar cobijo
y protección.
Desde
el punto de vista social, entonces, los migrantes actúan, por un lado, como
agentes de cambio, tanto dentro del país receptor, como para el país que
abandonan, en la medida en que modifica sus respectivas estructuras
socioeconómicas, por ejemplo. Y, por otro lado, los mismos inmigrados son
objeto de esos cambios, en tanto que experimentan, además de una transformación
brusca de sus referentes sociales a consecuencia del alejamiento brusco con su
entorno –esto es; roles, pautas de
comportamiento, costumbres, hábitos etc. – un cambio en el relato construido
acerca de sí, porque los inmigrados, en un contexto distinto que adquiere
nuevos significados relacionales, a menudo vistos como amenaza o simple mano de
obra barata, no tienen claro qué esperan los otros, al tiempo que los demás
desconocen quienes son.
Así
pues, partiendo de que la identidad es un proceso –no un estado ni una esencia–
de elaboración subjetiva que permite que cada individuo construya una versión
de sí a partir de la relación con los otros, la salida abrupta y el ingreso a
contextos distintos y ajenos provoca en los inmigrados una serie de
transformaciones en su identidad, casi siempre visibles por actitudes como la
nostalgia, las acentuaciones en sus diferencias culturales, la imitación como
forma de adaptación, etc:
El
primer reflejo no es pregonar la diferencia, sino pasar inadvertido. El sueño
secreto de los migrantes es que se les tome por hijos del país. Su tentación
final es imitar a sus anfitriones, cosa que algunos consiguen. Pero la mayoría
no. Al no tener el acento correcto, ni el tono adecuado en la piel, ni el
nombre y apellido ni los papeles que necesitarían, su estratagema queda pronto
al descubierto. Muchos saben que no merece la pena si quiera intentarlo, y se
muestran, por orgullo, como bravata, más distintos de lo que son. Hay incluso
quienes –¿hace falta recordarlo?– van aún más lejos, y su frustración desemboca
en una contestación brutal. [6]
Contrario
a lo que se pudiera pensar por tanto, debo decir y subrayar que aunque el
inmigrado rompe, por lo menos temporalmente, con su espacio de inscripción
cultural, ello no significa que pierde el relato del “nosotros” históricamente
construido, porque aunque alejado de esa construcción, en la mayoría de los
casos sigue sintiéndose unido, acaso espiritualmente, a la comunidad de la que
tuvo que separarse:
La
desterritorialización física no implica automáticamente la
desterritorialización en términos simbólicos y subjetivos. Se puede abandonar
físicamente un territorio sin perder la referencia simbólica y subjetiva al
mismo a través de la comunicación a distancia, la memoria, el recuerdo y la nostalgia. Cuando se emigra a tierras
lejanas, frecuentemente la patria se
lleva dentro.[7]
De
ahí que la nación también sea, tal como lo afirmó Renan, una suerte de
voluntad: “Un principio espiritual constituido por un pasado y un presente. La
una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el
consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido
indivisa”[8]
El
exilio, por tanto, lejos de indicar una pérdida de los referentes simbólicos
que históricamente los formaron como individuos, los replantea y, en muchos, los reafirma:
No
se observa ningún indicio de desterritorialización o desarraigo cultural entre
los migrantes actualmente ausentes de su comunidad ni entre los ex migrantes
retornados. Lo que se observa son más bien reterritorializaciones de la cultura
de origen o nuevas formas de relación con el espacio. [9]
La migración desde la perspectiva de Élmer Mendoza en
Cóbraselo Caro.
“No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro.
Lo que estuvo
obligado a darme y nunca me dio…
El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.”
Si
bien no muy extensa, la obra de Élmer Mendoza resulta particularmente
interesante, primero porque toda su novela gira alrededor de la obra maestra de
Juan Rulfo: Pedro Páramo, y por otro
lado, porque es a través de ésta que el autor entreteje una serie de
situaciones que incitan a reflexionar al lector sobre problemas por demás
vigentes. Culturas transplantadas,
comunidades de mexicanos en Estados Unidos, mito literario y migración; son
sólo algunos de los temas que Élmer Mendoza, logradamente, hila alrededor del
viaje de Nick Pureco, personaje protagonista de su obra, quien después de una
revelación espectral y tras leer la novela de Rulfo, se da a la tarea de buscar
las piedras en las que quedó convertido Pedro Páramo.
La
narración, claramente escrita en una atmósfera “rulfiana”, comienza cuando
Nicolás Pureco, aquejado por la gradual pérdida de sus recuerdos, es visitado
por sus padres muertos que le piden regrese a México, su lugar de origen. Así,
tras el encuentro espectral que sostiene con sus padres y la lectura de la
novela de Pedro Páramo, la cual
descubre por casualidad cuando sus padres mueren, Nicolás emprende un viaje,
acaso Quijotesco, sumergiéndose en una confusión entre la realidad y la ficción
literaria que toma como punto de partida el final de Pedro Páramo: “Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por
dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y
se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.”[10]
La
búsqueda de esas piedras, para reconstruir el cuerpo de Pedro Páramo y sus
pocos recuerdos familiares, lo llevan, entonces, a deambular de forma
desesperada por Michoacán, Jalisco, Colima y Nayarit, entidades en las que se
percibe un ambiente fantasmagórico, lleno de sombras, justo como el que Juan
Preciado encuentra en su viaje por Comala.
Es
así como en un ambiente casi surrealista, Nick se interna en una regresión a
sus raíces, a lado de Lily, su esposa, quien se la pasa escribiéndole a un tal
Marsalis –personaje del que se desconoce todo pero que se advierte es íntimo
amigo de Lily– sobre los desvaríos y la falta de apetito sexual de su marido.
Claramente
elíptica, la novela se desarrolla apelando al lector cómplice pues, muy al
estilo de Rulfo, Mendoza teje una historia que no transcurre en un tiempo
continuo, porque lo que aparecen son más bien escenas a medias, pláticas en las
que no se sabe quién habla, ni de dónde salen, en cuyo caso el lector tiene que
ir armando la trama como un rompecabezas. A la ambigüedad fantasmal, se le
suma, además, la falta de memoria de Nick, que es otro elemento que contribuye
a que el mundo que nos ofrece Mendoza sea impreciso y misterioso. Descubrirlo
es tarea del lector, que sólo lo puede lograr por medio de la relectura,
uniendo las escenas en donde los muertos se confunden con los vivos y el pasado
y el presente se funden:
Fue
tras él (tras el monje) pero un inesperado ventarrón lo cegó, ¿Se le ofrece
algo?, una mujer hermosa, con un vestido oscuro que le cubría desde el cuello
hasta el tobillo, lo miraba profundamente. Ah, hola, ¿cómo se llama el monje?,
cara recia, pelo largo igualmente cubierto. En este pueblo no hay monjes, señor,
creemos que cuando mi marido termine el templo vendrán algunos, pero de momento
no podemos contar con esa bendición. Pero aquí atrás hay un convento, ave María
purísima ¿de dónde saca eso buen hombre? La de atrás es mi casa, Pureco sintió
perder un instante, la mujer, o una mujer parecida, cara recia, pelo largo,
pero ajuarada con un vestido a la rodilla y cuello V, le entregó la botella
¿Algo más?, Pureco no pudo recordar donde vivieron sus padres en Vandalia. Otra
botella por favor.[11]
Así,
el mundo en el que se interna el protagonista es un mundo fantasmal y ambiguo,
en el que esa ambigüedad no sólo se da en el sentido físico y concreto, sino
también en lo temporal porque en casi en toda la novela parece incierto,
confuso; no hay fechas, ni personajes
fijos o reales, el mundo rulfiano al que se enfrenta Pureco en su viaje es un
mundo habitado por murmullos y fantasmas que se hacen polvo o simplemente
desaparecen; se trata de seres que pasan como sombras por el mundo donde tiempo
y vida se han detenido y del que Pureco, finalmente pasa a formar parte:
Ahora
bien, lo interesante en toda escritura elíptica, elemento que no es de ningún
modo gratuito en la novela, es poder descubrir su función y su objetivo, que
muchas veces tienen que ver con la elaboración de la intriga y la exigencia de
un lector activo, capaz de descifrar las omisiones del autor. En este caso, por
ejemplo, las escenas cortadas, los diálogos anónimos, el tiempo incierto, van revelando poco a poco
que las personas con las que Nick se encuentra en su viaje por Guadalajara
están muertas, por que en un principio se duda, Mendoza juega con los
personajes a tal punto que se llega a creer, incluso, que todo es producto de
la demencia de Pureco. Y los recursos que el autor utiliza, este complejo
entramado de voces perdidas, lugares dudosos que giran entorno a Pedro Páramo, detalles como la esposa
gringa que ve con exotismo a su marido, Armando el cocinero que es oriundo de
Sinaloa y se apasiona cocinando platillos mexicanos, y hasta el mismo apodo de
Pureco: “Nahual”, justo tienen que ver con los temas que subyacen en la
narración y que aquí más interesan: el de la migración y la identidad.
Empecemos,
entonces, por decir que el eje de la obra de Mendoza, la novela de Juan Rulfo es ya un icono nacional,
el personaje de Pedro Páramo parece haber trascendido lo fantástico, a tal
punto de colocarse como una auténtica imagen nacional, y más aún, de cobrar
vida propia; de situarse ya como un mito mexicano. Si partimos, pues, de lo
anterior, para Élmer Mendoza el mito literario cumple una función simbólica en
su obra, porque el mito, al ser una forma alegórica y mágica de concebir al
mundo, permite, a quien cree en él, dar
una explicación de su origen y, por lo tanto, permite dar sentido último a su
existencia. En este sentido, Nick
Pureco, quien emprende su viaje tomando como realidad un mito literario,
pretende encontrarse y comprenderse. La obsesión del protagonista por encontrar
los restos de Pedro Páramo aparece como algo simbólico, pues sucede que la
inquietud de Nick se desprende de la visión de sus padres muertos que lo
incitan a regresar a su lugar de origen que coincide, precisamente, con una
pérdida progresiva de su memoria. Pareciera entonces, que de lo que se trata es
de una crisis de identidad del protagonista, la cual lo conduce a emprender un
viaje a México en busca de sus raíces y la recuperación de la memoria perdida:
Que
fuerte es la herencia de nuestros padres, ¿verdad? Que forma tan luminosa de
recordar, de resistirse a perder su cultura, su lenguaje. Aunque no sepa
explicarlo, hay momentos en que me siento hermanado con todos esos morenos que
andan por ahí trabajando o buscando ocupación, Algunos llegan al extremo,
¿recuerda los boinas café? Ahí murió mi mejor amigo, sus padres eran
zacatecanos, olía a desodorante ambiental, Son muy fuertes las ataduras, ¿es
algo de eso que lo incita a reunir las piedras de que me cuenta?, Es posible
(…).[12]
Para
Mendoza, pues, la migración hace funcionar un tipo de resistencia cultural, en
la medida en que la utilización de símbolos, imágenes y recuperaciones
históricas ponderan la identidad frente
a lo extranjero y que, precisamente, nos habla de lo que señalaba en líneas
anteriores, este lazo o vínculo simbólico que no se pierde con el exilio.
En
el caso de Nick, por ejemplo, que no es propiamente un inmigrado, pero sí un
hijo de inmigrantes, esto se hace evidente con sus negocios de comida
seudomexicana y con la inexplicable sensación de conocer lo que hay detrás de
la visita de sus padres muertos y el libro que, sin saber leer, sus padres
contaban y guardaban en su habitación, y que lo lleva, de cierto modo, a
escarbar en su origen. Visto así, lo que se produce es un cierto apego afectivo
(aunque no de forma directa, sino sólo indirectamente por sus padres) que no se
hace explícito en la novela, sino que se refleja con detalles.
Así,
ciertas frases y elementos utilizados por el autor hacen las veces de la
nostalgia en los inmigrados: “Ya me dijo tu vieja que no quieres salir de
México, ¿y ese amor tú?, ¿crees que es juego esa madre? De dónde esa nostalgia
si ni naciste allá, ¿No puedo ir a la tierra de mis padres, reconocer mis
raíces?”[13] Un
ejemplo concreto es la pérdida de memoria de Nick, que muestra constantemente
un dejo de añoranza, un pesar referido al ayer: “Ah, ya no puedo don Tiburcio,
he olvidado la mitad de mi vida, la mitad de las cosas que viví; es atroz,
estoy a punto de ser otro, no sé, tal vez ser el que siempre fui”[14]
Conclusiones
“Volver a un patria lejana,
volver a una patria olvidada,
oscuramente deformada
por el destierro en esta
tierra”
Como
vimos, la migración al ser una forma de exilio forzado, una salida del entorno
que ha constituido la personalidad de los individuos, representa siempre un
replanteamiento en la identidad, porque, si bien el inmigrado no rompe con el lazo simbólico cuando se
aleja de su colectividad de origen (siendo la memoria y la nostalgia el
principal instrumento para la consolidación del vínculo) , sí experimenta un
reacomodo en la forma de percibirse y proyectarse en tanto que su mismo bagaje
cultural lo conduce a un estado de alerta frente a lo distinto. Vimos con
Maalouf, por ejemplo, que la condición de inmigrado pone al descubierto
mecanismos de defensa frente a esta relación con lo extraño, que pueden ir
desde el simple deseo de pasar inadvertido, hasta el más férreo deseo de
acentuar las diferencias culturales, o bien, la más violenta respuesta al
rechazo o la indiferencia.
Así
pues, ni el despego espacial ni la distancia temporal que supone la migración
implican rupturas, por el contrario, las continuas actitudes y sentimientos
ambiguos como la melancolía, la imitación o la violencia manifiestan una fuerte
carga de abstracciones culturales que se vierten en el territorio (como la
identidad nacional, por ejemplo).
En
la novela se acaba por confirmar la validez de estas afirmaciones, y es que el
autor aunque anónimo, siempre acaba por hacer perceptible su visión de la
migración, la cual, justamente, queda planteada como un proceso conflictivo,
tanto para el país que los acoge (recordemos, por ejemplo, cuando Severiano
Jiménez llama a Pureco para ordenarle que no vuelva a poner un pie en Jalisco,
pues ni siquiera es de ese lugar), como para quien se aleja de su país y en un
espacio que desconoce experimenta sentimientos nada simples.
Así,
Élmer Mendoza, además de regalarnos páginas enteras impregnadas de sentimientos
pulsantes –unas veces perturbadores, otras tantas nostálgicos, todos, al fin y
al cabo, cumpliendo la función de mantener al lector en el delicioso paroxismo–
nos ofrece, al mismo tiempo, una visión muy contemporánea del fenómeno
migratorio, pues casi rayando en la denuncia –bastante evidente en el título
del libro y cuya frase completa en Pedro
Páramo es: “No vayas a pedirle nada. Exígele lo que es nuestro. Lo que
estuvo obligado a darme y nunca me dio…El olvido en que no en que nos tuvo, mi
hijo, cóbraselo caro.”– nos obliga a reflexionar en sus magnitudes actuales:
¿Qué
hay detrás del vaciamiento poblacional de un país cuya más rentable exportación
son sus propios ciudadanos? ¿Qué de la doble moral en los discursillos que, por
un lado, expresan con rabia su indignación por el levantamiento de un muro
“antimigrantes”, y por otro, le rehuye a políticas que proporcione empleos
formales a su gente? Y no menos importantes son las cuestiones culturales a las
que nos conducen estos problemas: ¿Cómo hacer frente a las constantes tensiones
a causa de la identidad? ¿Acaso podemos remediar de algún modo la violencia
(física y simbólica) que tan constantemente se desprende de los contactos
culturales? Preguntas que hoy, evidentemente, son importantes discutir.
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[1] Carpentier, Alejo, “Papel social del novelista” en: Tientos, diferencias y otros ensayos.
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[2] Bartra, Roger, La jaula de la
melancolía: identidad y metamorfosis del mexicano. México, Grijalbo,
1996, p. 15
[3] Anderson, Benedict, Comunidades
imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo.
México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 23
[4] Giménez Montiel, Gilberto, Territorio
y cultura, Conferencia Magistral en la ceremonia de entrega del
reconocimiento como Maestro Universitario Distinguido, Universidad de
Colima/Centro Universitario de Investigaciones Sociales, p. 7
[5] Tomado de “Los desarraigados”, Letras
libres (México, D.F), marzo 2007, núm. 66. Versión digital revisado el 14
de diciembre de 2009. http://74.125.47.132/search?q=cache:dxaX7-Sb4oMJ:www.letraslibres.com/%3Fnum%3D66%26rev%3D2+migramos+letras+libres&cd=1&hl=es&ct=clnk&gl=es.
[6] Maalouf , Amin, “Mi identidad, mis pertenencias” en : Identidades asesinas, Madrid, Alianza,
1998, p. 46
[7] Giménez Montiel, Gilberto, Op.
Cit. p. 7
[8] Renan, Ernest, ¿Qué es una
nación?: cartas a Strauss. Madrid, Alianza, 1987, p. 82.
[9] Ibídem. p. 12
[10] Rulfo, Juan, Pedro Páramo; El
llano en llamas. México, Planeta, 2002, p. 123
[11] Mendoza, Élmer, Cóbraselo caro.
México, Tusquets, 2005, p. 22
[12] Ibídem, p. 35
[13] Ibídem, p. 65
[14] Ibídem, p. 56