Una visión Pop latinoamericana, Marcos López y su obra
Rodrigo Ortega-Medina
FFyL-CELA
En los años sesenta aparece una serie de tendencias artísticas que, a diferencia de los de la década de 1950 no se preocupaban por los valores trascendentes del mundo sino por los acontecimientos, objetos y hechos cotidianos. “Lejos ya de las experiencias de la Segunda Guerra Mundial, el hombre de los sesenta puede mirar y tocar al mundo como cuerpo material en el cual vive. El artista se acerca a la cultura popular, a la gran ciudad y examina los objetos que le rodean, las actitudes que lo configuran y la realidad de la cual todos participan”[1].
De esta actitud, a mediados de la década de 1950 surge en Inglaterra el llamado Pop Art, que casi de inmediato habría de diseminarse por los Estados Unidos, específicamente Nueva York, y de allí al resto del mundo incluyendo la periferia latinoamericana. El arte pop se nutrió de las imágenes del cine estadounidense de acción, de los ídolos populares, de las tiras cómicas, de los letreros de anuncios. “A su vez, devolvió al hombre cotidiano una imagen de sí mismo y de su mundo como algo que valorar”[2]. El arte pop fue una actitud que matizó la vida de una generación e incluyó a todas las artes: fotografía, cine, teatro, danza, literatura y música, y mezcló unas con otras: la escultura con la pintura, las artes teatrales con la danza, etcétera. Además, influyó en las vestimentas y en el lenguaje. La revolución pop integró a las artes con la vida.
Junto con la consagración crítica y comercial, a principios de los sesenta están ya plenamente afirmados la nueva mirada, los temas y el lenguaje característico del Pop Art. Ya no se trata sólo del retorno del objeto, sino de un acercamiento totalmente nuevo de los artistas a la cultura de la imagen contemporánea entendida como territorio propio del arte de su tiempo. Para 1962 ya se ha escogido la serigrafía como medio para plasmar imágenes seriadas de Coca-Cola o latas de sopa Campbell, se ha descubierto el potencial artístico de la individualización y ampliación de viñetas de cómic y se aumentó la escala de los collages de finales de los cincuenta gracias a la incorporación de imágenes recortadas de las vallas publicitarias. La mirada pop no radica sólo en la iconografía comercial o mediática, sino en la reflexión plástica acerca de sus soportes y técnicas de reproducción originales.
Ante estas condiciones, queda claro que el rasgo distintivo del Pop Art es la entrada de las imágenes de la cultura popular en un trato de igual a igual en el mundo elitista del arte.
Los caminos que conducen al boom del Pop Art en la primera mitad de los años sesenta se fraguan en Londres y Nueva York. Hasta aquí es obvio que el Pop Art es un fenómeno meramente de las grandes metrópolis consumistas, pero haciendo una parada en las artes latinoamericanas veremos que no es así.
En el boletín numero 13, correspondiente a 1965, el crítico de arte José Gómez Sicre escribía, a propósito del Pop Art, “En lo que produzcan [los jóvenes], deberán revelar una capacidad para penetrar, una conciencia, un conocimiento, que disten mucho del acto simplemente imitativo, del pastiche, de la copia tentadora de soluciones externas, en la que el análisis se estrella y la tolerancia se fatiga… Un solo ejemplo puede aclararnos más este punto; el llamado `pop´ es un movimiento que se origina –y ésta es una de sus causas- como rechazo o como crítica a una sociedad industrial en la que el hombre vive sobrecogido ante el embate constante de la publicidad. Dentro de los Estados Unidos, dónde nació, el hecho, como tal, es privativo de una región, casi solo de una ciudad, Nueva York. Los productos del `pop´ extraídos de la rebelión –o si queremos, de la tácita interpretación- de los artistas neoyorkinos, corresponden a una verdad que los justifica… su motivación está explicada. Ya es legítima y puede ser absorbida por todo hombre que confronte una situación parecida a la del neoyorkino. Un artista, sin embargo, de una región rural de nuestra América, apartado de las condiciones de vida que dan razón a esta expresión plástica, está realizando un `manierismo´, está simplemente, copiando algo cuyo significado no puede entender porque no es parte de su propio vivir…”[3]. Esta advertencia resulta profética y problemática si se reconoce la invasión de adeptos del Pop Art que se produce durante el final de la década de 1960 en Latinoamérica, ya que planteaba que reproducir el Pop Art en América Latina seria realizar un arte de entrega basado en la copia dócil y esmerada de los borradores neoyorquinos; pero analizando con más cuidado esa misma invasión, hay que admitir la existencia de variantes del modelo norteamericano que, confundidas al principio entre una mayoría de simples copistas, va tomando carácter al llegar la década de los 70.
El Pop pintado, adoptado por los jóvenes latinoamericanos de preferencia sobre conjuntos pop de objetos, situaciones, hechos concretos, persigue el contorno neto, bien sea por el diseño, bien sea por el límite del color. “Se busca amortiguar el efecto de los grandes tamaños por la claridad, la vivacidad o la gracia de esos colores; también en este mismo sentido prestan servicio el arabesco y la recuperación de los años veinte, así como el uso de recortes de plexiglás, el empleo de acrílicos y pinturas sintéticas”[4].
Los argentinos van naturalmente a la cabeza de la adopción del Pop Art, pues a diferencia de otros países del continente, demostraron una aceptación sin igual de este fenómeno artístico. El caso argentino fue incentivado por el Instituto Di Tella, que sin lugar a dudas era el referente de la vanguardia plástica rioplatense.
Para finales de la década de 1960, el Pop Art dará un giro en Latinoamérica y por supuesto en Argentina, ya que los artistas más jóvenes lo utilizarán no como un medio estético sino como un arma de denuncia política, esto se ve reflejado en este breve texto: “Estamos invadidos de un arte propio de un país superdesarrollado… de un arte que se permite el lujo de no decir nada…somos los compradores de altos precios, los vendedores a bajos precios… los imitadores mediocres… los puestos de avanzada de la metrópoli en la América pobre… Necesitamos un arte que nos sirva de arma contra la alienación… la medicina de la comunidad para la peor de las enfermedades mentales: la corrupción de la conciencia”[5]. Estas declaraciones generales, entresacadas de un texto de Clemencia Lucena, podrían perfectamente ser respaldo de quienes decidieron emplear el Pop como arma. El Pop en ese momento es visto como un repertorio de signos neoyorkinos; de ahí que la única posibilidad de traspaso sea la de ridiculizar los signos o de emplearlos para el ataque. Con esto quiero decir que los artistas más jóvenes logran apoderarse de la señal para devolverla, como un bumerán, contra quien la emitió, en este caso las grandes metrópolis desarrolladas.
Justo en este contexto surge lo que Marta Traba denomina “nacionalización del Pop”, es decir, el Pop Art comienza a ser manejado con elementos, técnicas y procedimientos locales latinoamericanos, que dan como resultado los rostros del Che, de Martí, de Fidel Castro inundados de color, plasmados en carteles, vallas y afiches de la Habana y de Latinoamérica entera.
Este proceso de “nacionalización” parte, en primer término, de un grado de conciencia y conocimiento acerca del material que se está usando, que es, básicamente el cartel. Así como Hauser denomina film-age a la época que sufre el impacto y enseguida la influencia, del cinematógrafo, nosotros podríamos llamar poster-age a la década del 60, puesto que la visión totalizadora e inmediata que supone el cartel, su tamaño, su posición, su simplicidad, su espectacularidad, representan, realmente, una nueva visión[6].
Todos los elementos del cartel convergen sobre la necesidad de “mostrar” y el general desapego por “decir”. La pintura o el objeto derivado del cartel reciben, lógicamente, la misma orden de mostrar de un modo rápido, episódico y perecedero; de tal manera, la obra de arte pasa a ser un apéndice de la sociedad de consumo, una infraestructura carente explícitamente de significados para poder ser absorbida sin problemas.
Lo que se muestra responde a recursos que constituyen en su conjunto un nuevo código visual, a saber: “planismo; se trabaja mediante zonas planas de color unido; frontalismo: la solución de la obra aparece siempre en primer plano, tratándose de pintura, o en planos netos, claramente discernibles, cuando se trata de objetos. La dialéctica del espacio, los conflictos de la inclusión del tiempo, la necesidad de que cada visión artística, individualmente considerada, llegue a formular su propio sistema expresivo, desaparecen”[7].
La cultura Pop latinoamericana imponía su propio lenguaje y aparentemente su propia estética. Pero estas formas no distaban mucho del original, ya que lo Pop norteamericano y lo Pop latinoamericano seguían compartiendo algunas categorías estéticas, entre las que destacaron el Camp y el Kitsch.
Camp es una palabra de origen australiano que significa salón o taberna deteriorada. Fue difundido con el significado de afición a lo artificioso y exagerado, y hace referencia al gusto estético basado esencialmente en un entorno nostálgico a formas plásticas, consideradas anteriormente pasadas de moda. El Camp es amanerado y equívoco, extravagante y desmesurado. A la sensibilidad camp le gustan las ruinas artificiales y las porcelanas chinas. Se puede considerar Camp al Arte Nouveau, la pintura prerrafaelista, las postales de los años veinte o la exageración femenina y masculina de los personajes. En el límite de Camp descubrimos que algo es bueno porque es horrible[8].
Kitsch es un concepto artístico que se suele definirse como mal gusto. Es la falta de criterio que lleva a un determinado público a imitar en arte aquello que cree modélico y que, habitualmente, pertenece a un pasado al que se echa de menos, generalmente el arte burgués de finales del siglo XIX. Ejemplos de Kitsch pueden ser la típica bola de vidrio con una torre Eiffel en su interior y un paisaje nevado, el papel tapiz que imita las estrías de la madera, las flores de plástico o Disneylandia[9].
Ante este panorama plástico latinoamericano, lleno de categorías estéticas que problematizan lo estético mismo y de nacionalizaciones artísticas surge, Marcos López, fotógrafo y artista plástico argentino que revoluciona la escena fotográfica latinoamericana a partir de su trabajo original e innovador que desdibuja los límites entre la fotografía convencional y la plástica latinoamericana, creando verdaderas ilusiones de realidad o “collages de realidad”, según afirma el mismo artista.
Y digo que Marcos López revoluciona la escena fotográfica latinoamericana, porque la primera vez que se incluyeron algunas de sus fotografías en una muestra colectiva en Madrid, los críticos franceses y alemanes torcieron el gesto ante su escasa corrección política y la estridencia de sus "puestas en escena". Esto no afectó en nada su obra, ya que esto significaba la confirmación de que sus imágenes "funcionaban" y desenmascaraban con sutil inteligencia las expectativas de exotismo que Europa conserva sobre Latinoamérica.
Marcos López no utiliza una estrategia alternativa basada en la diligencia, protegida y avalada por la superficialidad de las "nuevas tendencias" la cual le habría catapultado, ya hace tiempo, al Olimpo del mercado del arte en apacible y divertida sintonía con Vik Muniz. Pero, si esto hubiera pasado, habría tenido que eliminar el aroma provinciano, desconfiado y poco conciliador que los nacidos en pequeñas ciudades despliegan ante la soberbia de las grandes metrópolis (Marcos creció en Santa Fe y hubo de hacerse un sitio entre los porteños).
Por lo tanto lo popular-provinciano hace que Marcos López capte sus fotografías en la amplia Argentina y en la gran extensión geográfica latinoamericana. Fotos coloreadas a mano explosivamente. Todo en sus imágenes reluce en colores brillantes (tipo technicolor) para comentar nuestras vidas. En su repertorio, las imágenes son siempre reales, pero con su correspondiente tensión entre retratos domésticos y figuras emblemáticas. En ellas, él color viste y señala el estereotipo, hasta convertir la fotografía en algo artificial y mentiroso; hasta hacer evidente el valor de engaño que siempre define la fotografía en su relación con la "realidad". Alguna vista pueblerina, alguna calle de Buenos Aires, algunos retratos, algunas piernas musculosas y su correspondiente bulto, algún taxista cubano acodado sobre su carro, una botella de Inka Kola, algunos hinchas de Boca: todo un repertorio de quien viaja con su cámara.
Lo Kitsch, lo popular, lo grotesco se combinan con los primeros planos, la gran angular y el color brillante: fotografías que se mueven entre la publicidad y el comic, entre la imagen televisiva de los noventa y el cine de “maricas", como el de Pedro Almodóvar, pero actualizando “la contundencia visual de los murales de Diego Rivera”[10], como declara el propio López.
Ante las citadas generalidades de su obra y de su carácter, me gustaría hablar acerca del conjunto de su serie Pop Latino y sus posteriores trabajos, siempre circunscritos a su personal cosmovisión latina, en donde no sólo propone la sustitución de una iconografía ajena por la mestiza que se ha ido generando de forma paulatina (de nuevo aparece el concepto de Traba, en tanto nacionalizarlo Pop), también la inscribe como un autor genuina y voluntariamente latinoamericano en unos años en los que la gran mayoría de los allí nacidos pretenden precisamente desvincularse de ese término.
En torno a estas manifestaciones de los comentarios críticos sobre su trabajo, coinciden en subrayar el sarcasmo, la estridencia o el histrionismo como elementos descollantes de su personal gramática e incluso el posmodernismo suele ser un lugar común cuando el análisis se aventura por la contextualización dentro del panorama artístico. Las conexiones de su obra con la realidad cultural, económica o política estimulan todo tipo de reflexiones, pero el mas enriquecedor "soporte teórico" de su trabajo no proviene de ninguno de los numerosos ensayos que sobre su obra se han escrito. Los textos definitivos para aproximarse al autor y cerciorarse de la honestidad de su trabajo son los que él mismo ha publicado en forma de manifiesto, de artículos para prensa o en forma epistolar. En ellos están las claves de quién es, de sus pasiones y sus odios, pero sobre todo de la convivencia con las contradicciones. Son una suerte de autorretrato sin concesiones pseudointelectuales: frases cortas, levemente más hiladas que su verbo, aparentemente inconexas pero demoledoras. Podría decirse que cada una de sus frases es una imagen. Para esto quisiera citarlo “internalizar la mística y los ideales del muralismo mexicano para luego hacer `switch´ y traspasarlos a los códigos actuales de comunicación de esta insensata aldea global: Armani-Dolce Gabbana-misiles a Belgrado-realidad virtual”[11]. Y estas posiciones personales -sus posicionamientos, dirían los críticos del arte contemporáneo- son siempre incómodos y refuerzan su condición de lo que podríamos llamar “cuchillito de palo”, aun a pesar de su voluntad de no enfrentarse permanentemente con el mundo.
Pero, existe algo en Marcos López que lo hace singular, y eso es sin duda su gran genio. Genio que lo ha llevado a colocar su obra de manera permanente en el Museo Reina Sofía (España). Aquel museo español resguarda la obra maestra de López, en donde indudablemente vemos sintetizado todo lo que hasta ahora hemos citado, no solo de sus creaciones sino también de todo el proceso artístico en torno al Pop Art Latinoamericano.
A la obra a la que me refiero es: Asado en Mendioloza (2001) bajo estas circunstancias, y sin el ánimo de exageración, es el icono más representativo de la identidad social latinoamericana. En mi opinión, después del Che de Korda, ninguna otra imagen ha podido sublimar con mayor inteligencia y nitidez el final de siglo en su país y por extensión en el continente. En la foto de Korda el protagonista es un hombre público idealizado y elevado a la categoría de héroe en connivencia con los poderes públicos. En el remedo de la Ultima Cena de Marcos López, los protagonistas son amigos, en su mayoría artistas plásticos de Córdoba y su indumentaria ha perdido el color verde oliva de los revolucionarios; los artistas llevan la camiseta de los nuevos héroes, los futbolistas. Que son más banales pero también son más humanos[12]. Esta obra es capaz además de servir de referente, para, a través de ella, contemplar las mutaciones formales y conceptuales que se han producido en el Pop Art latinoamericano, bajo el andamiaje de categorías tales como Kitsch o Camp o bajo la formas estilísticas propuestas por el pop, en torno a los primeros planos e intensidad de los colores y el juego entre las artes. Ante esto, Marcos López destaca como artista Pop, porque son pocos, muy pocos los que disponen de un universo tan propio, tan reconocible y tan incisivo como el del propio López. Ante esto solo basta decir… Señoras, señores: la escenificación del Pop latinoamericano ha concluido con una sencilla posdata: “el arte no está ya frente a nosotros, nosotros estamos en él”.
Castellote, Alejandro. Catalogo de la galería KBK, México, 2004.
Gómez, Sicre, Jóse. Boletín de artes visuales. [División de artes, unión panamericana] n° 13, 1965.
Hauser, Arnold. Historia social de la literatura y el arte. Debolsillo, México, 2007.
Honnef, Klaus. Pop Art. Taschen, Barcelona, 2006.
Juanes, Jorge. Pop Art y sociedad del espectáculo. UNAM/ENAP, México, 2008.
Lucena, Clemencia. II Bienal de Arte Coltejer Medellín, Editorial Colonia Medellín, 1971.
Pop Art, Ediciones Polígrafa, Barcelona, 1998.
Rafols, J. Historia del arte. Óptima, Barcelona, 2002.
Sigal, Silvia. Historia de la cultura y del arte. Alhambra, 1996, México.
Traba, Marta. Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas. Siglo XXI, México, 2005.
[1] Sigal, Silvia. Historia de la cultura y del arte. Alhambra, México, 1996. P. 238.
[3] Gomez Sicre, José. “Al lector” en Boletín de artes visuales [división de artes visuales, unión panamericana], n°13, 1965. Pp. 2-3.
[4] Traba, Marta. Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas. Siglo Veintiuno, México, 2005. p. 215
[5] Lucena, Clemencia. II Bienal de arte coltejer Medellín. Editorial colina, Medellín, 1971. s.p.
[6] Hauser, Arnold. Historia social de la literatura y el arte. Vol. II. Debolsillo, México, 2007. p. 214-220
[7] Traba, Marta. Op.cit. p. 215.
[8] Rafols, J. Historia del arte. Óptima, Barcelona, 2002. p. 565
[10] López, Marcos. Manifiesto de Caracas. 1998. [publicación en línea] disponible en: http://www.marcoslopez.com/marcostextos.htm 08-marzo-2010.
[11] López, Marcos. Op.cit.
[12] Castellote, Alejandro. Perdonen el resentimiento. Cátalogo de la galería KBK, México, 2004. s.p.